domingo, 20 de marzo de 2011

Ella apareció de repente en mi vida como un ave perdida, de las que no permanecen mucho tiempo en un nido y vuelven a perderse y vuelven a encontrarse fugazmente -cuando se encuentran-, y a la corta o la larga vuelven de nuevo a perderse para siempre dejando un halo de incertidumbre, de lo que pudo haber sido y no fue, como dice el bolero.

Pero ella tenía un ala rota y sólo volaba penosamente en círculos y siempre volvía a mí, volvía a encontrarla siempre de un modo u otro, hasta que un día decidí que era mejor perderla que encontrarla.

La vi llegar una noche a mi apartamento romano de Via dei Vestini en compañía de dos amigas de la Facultad de Letras y me deslumbró de inmediato. Atlética y delgada. La raqueta de tenis en una mano, la mejor de las sonrisas en su linda cara, los senos discretamente altaneros, disimulados en una ajustada chaqueta deportiva de cuero.

Habían perdido el tren a Foliño, bendito tren, y me pidieron alojamiento hasta mañana, solamente hasta mañana, bendito alojamiento. Todos mis compañeros de apartamento se habían marchado a sus pueblos y yo tenía espacio de sobra. Benditos, compañeros, benditos pueblos.

Conversar con ella me hizo olvidar un poco sus encantos físicos. Había algo más seductor en ella. Su modo de hablar, su conversación intensa. Con ella no pasaba el tiempo, no pasaban las horas, era la misma hora en ese encuentro y sería la misma hora en todos los encuentros y todos los desencuentros. Ella detenía el tiempo cuando hablaba y yo me hubiera pasado la vida escuchándola como si me estuviera narrando capítulos de Las mil y una noches.

El sueño nos venció, por supuesto, como ya había vencido a sus amigas que yacían desparramadas en otro lugar del apartamento y nos dormimos apaciblemente en una misma cama en horas de la madrugada.

Nada, absolutamente nada me hacía pensar que la muchacha de Foliño sentía algún tipo de atracción hacia mí, pero la tomé por una mano cuando se levantó para ir al baño y la mano respondió con una ternura, una caricia insólita que me condujo a sus senos y a su boca y la besé con el corazón colgando de emoción, con una pasión tan maravillosa como imprevista que me llevó hasta la embriaguez de los sentidos, la borrachera del deseo. Fue una fiesta de besos y abrazos sin mayores consecuencias y luego una despedida en la estación Termini, junto a las dos amigas, pocas horas después.

Yo había terminado recientemente (al cabo de tres años de una intensa y extraña relación) con una tormentosa novia de Cerdeña, una incierta Pinuccia, que había colmado la ‘copa de mi vida’, y pensé que nadie llenaría ese vacío, pero el vacío lo llenaría con otro vacío.
Cuando volví a ver a la muchacha de Foliño era una extraña. Lo que para mí había sido el inicio de una relación maravillosa, para ella había sido un desliz, el desliz de una noche, de un amanecer. Me dijo que no se arrepentía de nada, que podíamos seguir siendo amigos. Le dije hipócritamente que lo comprendía, aunque no comprendía un carajo y estaba dolido por todos los poros. La acompañé a la universidad y me fui al cine a botar el golpe y no volví a verla durante un par de semanas. No esperaba volver a verla nunca más.

Cuando regresé a mi apartamento, un día cualquiera, después de un largo paseo, la encontré de nuevo al anochecer, sentada y como abandonada junto a la puerta de entrada con una botella de Vecchia Romaña, un brandy italiano, y su raqueta de tenis en actitud defensiva. Me quedé de una pieza. Me senté a su lado y le pregunté si estaba bebiendo, pero el brandy era sobre todo para mí. Y la raqueta para golpear a algún intruso, algún indeseable que no era yo.

Con la botella de brandy, ya en mi cama, comenzaría y terminaría otra relación. Ella no sabía si quererme o no quererme. No sabía si nunca había querido a nadie. Todo en su vida era una gran confusión. Pero a mí me quiso esa noche, quizás por distracción, sin darse cuenta, quizás por equivocación, quizás por la magia que brotaba de la botella.

Nada más abrir la magia de la botella de brandy comenzó a quererme en un juego de atracción y rechazo. Me di cuenta de que para ella lo nuestro era precisamente eso: un juego de atracción y rechazo en el que yo no podía emparejarme con ella porque a mí me dolía, porque tenía un límite que no me iba a dejar sobrepasar y me dolía. No me refiero al sexo. Hablo del corazón.

El amor y las caricias que me dispensaba me hacían sentir en la gloria y en su boca y sus pechos sorbía el champán de la vida. Pero era sólo un breve episodio, que en breve terminaría. Amanecimos juntos en otra fiesta de besos y abrazos en la que ella se ofrecía y se negaba, y al día siguiente la dejé como la primera vez en la estación Termini. Era un ave de paso y habría partido para siempre en cualquier momento, si no hubiese tenido un ala rota.

No volví a verla hasta mucho tiempo después y éramos de nuevo extraños. Con ella era siempre comenzar de nuevo y volver al amor y al desamor, jugando a la atracción y al rechazo. Ella aparecía de repente, cuando menos la esperaba pero siempre distante. Yo no quería amarla y la amaba intensamente.

Iba y venía, a su antojo, en intervalos irregulares y yo me consumía esperándola pero no la buscaba. Me consumía humillándome, loco por verla, pero no la buscaba, tragándome el deseo, tragándome el orgullo. Me sometía a su capricho a la forma que imponía a nuestra relación, pero no la buscaba, aunque siempre la esperaba.

La incertidumbre me carcomía por dentro. Encontrarla brevemente para perderla durante semanas era una tortura. Muy tarde comprendí que ella estaba tan desamparada que sólo se asía a mí como a un clavo ardiente. Había en su vida una total desolación, tan cruel como la que provocaba en la mía, una total soledad y confusión. ¿Cómo culparla? Pero yo no podía dejarme arrastrar hacia su abismo.

Mi carrera universitaria se iba a pique, faltaba a clases y no preparaba bien los exámenes. Persistir en una relación que me imponía un juego que parecía realizarse más en el rechazo que en la aceptación, con todo el dolor que el hecho me acarreaba, era como prolongar una agonía y decidí terminarla para siempre.

La muchacha de Foliño, con su ala rota, siempre ejercería su libertad para seguir su vuelo hacia ninguna parte en un mar sin orillas, partiría de nuevo una vez y otra vez en busca de sí misma sin poderse encontrar, pero yo no estaría esperándola.

Fue por última vez a mi apartamento un día en que dormitaba en mi lecho boca abajo. Se acercó y me tocó por el hombro y me dispensó la mejor de sus bellas sonrisas, me volví y la miré con un gesto fingido de despecho, como quien tiene ganas de dormir y le di la espalda, no sin ver que en su rostro se apagaba de pronto la sonrisa y se poblaba de sombras. Un gesto infame que nunca, Donatella, me he perdonado. Mientras ella salía para siempre de mi vida sentía en mi pecho un brutal desgarramiento. (a donatella sconci)
Pedro Conde Sturla es escritor
pericopepe@live.com Esta dirección electrónica esta protegida contra spambots.
http://www.scribd.com/Pedro%20Conde%20Sturla