domingo, 18 de septiembre de 2011

Crónicas con fondo de agua.

El pibe de los astilleros

…ellos me daban su tiempo, abrían su dolor y evocaban su pasado, pero yo debía escribir su historia.

Los zapatos de Carlito,
Federico Lorenz

Los jóvenes que lo conocen del Centro de Cultura y Memoria El Urutaú, donde arma grupos de lectura y discusión, le preguntan por él a sus padres: ¿Flamini? ¡Qué va a ser comunista! ¡Flamini es peronista!, les contestan invariablemente. ¿Y cómo no compartir alegrías y tristezas junto a tantos peronistas si se vive en Ensenada?, se plantea desde siempre él. Esa disposición a trabajar con los muchachos, a pensar con ellos, a activar juntos por el cambio social, le trajo más de un dolor de cabeza en su partido a Oscar Flamini. Pero también hizo que ganara y ganara elecciones como delegado en Astilleros Río Santiago. En ese mismo, lugar nació su comunismo:
–Cuando tenía quince años y estaba de aprendiz, hubo un paro muy fuerte. Era la época de Frondizi, año 60, 61. Yo mucho no entendía pero andaba ahí en el montón, acompañando y haciendo cosas. Viene la infantería de marina y un gordo se les pone enfrente por más que lo apuntaran, y los empujaba los empujaba hasta que los sacó de la asamblea. ¡Los fue empujando con la panza! Yo después empecé a preguntar quién era ese tipo que me conmovió. Es comunista, me contestaron. Era Iraúl Del Valle, en ese momento el dirigente del partido con más reconocimiento en el astillero por su actitud y su firmeza. Entonces acá en el barrio le fui a preguntar a un pibe un poco más grande, 18 años tendría, y yo había escuchado alguna cosa que decían de él las vecinas. Lo agarré y le dije: che, vos sos comunista me dijeron. ¿Cómo hay que hacer para hacerse socio?
Flamini había entrado al astillero en 1959. Después de pasar la primaria sin repetir pero con algunos tropezones, rindió y aprobó el examen para la escuela de aprendices. Estuvo siempre en su cuadro de honor:
–Ahí toda la parte teórica estaba vinculada con el trabajo práctico, por eso me atraía tanto. A la mañana veíamos un tema en el aula y por la tarde lo comprobábamos en el taller. Eso era lo que me producía tanto entusiasmo: entender y ver cómo se transforma la materia. Tres años después, ya era moldeador de fundición. Por aquella época, en que la resistencia peronista se radicalizaba al influjo de las guerras de liberación nacional en el Tercer Mundo y crecía la llamada nueva izquierda, hubo una importante diáspora de militantes juveniles del Partido Comunista. Esa circunstancia, sumada al hecho de ser un obrero y tener condiciones hizo que a Oscar Flamini, aun con poca experiencia, lo nombraran secretario de la Juventud Comunista de la zona industrial, que abarcaba Berisso y Ensenada. Con el cura Ruperto, del Barrio Obrero de Berisso, trabajó mucho tiempo en solidaridad con los trabajadores del frigorífico Swift, que se quedaron
en la calle cuando la empresa pidió la quiebra. De todos aquellos a los que conoció entre tantas idas y vueltas, al que más recuerda es al yugoslavo Kiril Nikolov Chakarov, Kircho para los camaradas. Tenía una zapatería en la calle Nueva York de Berisso, a dos cuadras de la salida de los frigoríficos. En plena época de Onganía, con el comunismo prohibido por ley, tenía un cartelón que cruzaba de lado a lado su local: Afíliese ya al Partido Comunista. Estuvieron presos juntos varias veces durante las dictaduras de Onganía, de Levingston y de Lanusse. En esos bretes la que más lo ayudaba a Oscar Flamini, llevándole comida o haciendo de enlace, era su madre Luisa, hija de un español con simpatías por el anarquismo. Cuando en momentos peliagudos recurrían a Kircho, se levantaba con una sonrisa: ¡Burócratas! Miren a la hora que me vienen a buscar. ¡Las tres de la mañana! Yo soy un trabajador, tengo que levantarme temprano… Y calzándose la 45 en el pantalón preguntaba: ¿adónde hay que ir?
De las prisiones compartidas por Oscar Flamini y Kircho queda cantidad de anécdotas que conforman una especie de picaresca de la militancia:
–Durante la dictadura de Levingston nos habían llevado a la Unidad 9, nos estaban requisando, nos tenían a los dos en pelotas, y un oficial gordo nos grita muévanse carajo, que los voy a reventar, hijos de puta. Kircho, con toda la dulzura de la que fue capaz en esa situación le dijo ¿A quién vas a reventar vos, con esa cara de bueno? Dale, no te hagás más el malo y convidanos unos cigarrillos que nos morimos de ganas de fumar. Se ve que al tipo lo desubicó totalmente, porque nos dio un cigarrillo a cada uno, nos dio fuego y ahí estábamos, los dos parados en pelotas fumando frente a los milicos. Kircho dio una pitada, soltó el humo de a poquito y después, palmeándole la panza a este tipo, le dijo viste que tenía razón yo, que sos bueno. Vos te vas a llevar muy bien con nosotros. Era un pobre tipo. Kircho primero lo sacó de su papel y después lo empezó a tratar como un ser humano, como nadie lo trataba. Cuando estaba de guardia este gordo, no podíamos sacarlo de encima. Iba a conversar con nosotros. Nos llevaba las cartas sin pasarlas por la censura. Nos sacaba una hora al patio a jugar al fútbol… Otra vez, ya durante la dictadura de Lanusse, le estaban dando máquina a Kircho en dependencias de la Policía Federal, en La Plata, y en un momento les dijo a sus torturadores paren paren, esto es un despelote, pregunten de a uno. El que mandaba, desorientado por semejante salida, admitió: es cierto, es cierto, preguntemos de a uno. Kircho vio ahí una grieta y se mandó. Exagerando su pronunciación extranjera, lo que lo hacía aún más simpático, les comenzó a argumentar: Yo ignorante. Hacer siempre lo que díjome partido. Y por ahí ustedes tener razón y partido estábame cagando. ¿Y ustedes? ¿Quién a ustedes manda hacer esto? ¿Por dónde andan jefes que los mandan? ¿Vivir por su mismo barrio? ¿Les conocer la cara ustedes? ¿Ganar el mismo sueldo? Durante el Proceso, al camarada Kircho, por ser extranjero, le daban la opción de liberarlo y que se fuera del país. En la Yugoslavia del Mariscal Tito iban a recibirlo con los brazos abiertos. Se negó. Si los compañeros quedaban presos, él se quedaba con ellos. Y se aguantó cinco años en la Unidad Penal 9 de La Plata.
–El astillero siempre tuvo una tradición de lucha y de bastante unidad entre los trabajadores. Es cierto que se armaban buenos despelotes, me acuerdo en las asambleas de las discusiones, de los tironeos. Las peleas podían llegar a ser muy fuertes porque nadie era un nene de pecho, nos formábamos en las gradas, y hay que estar doce horas en las gradas en invierno, pero a la hora de salir a la calle estábamos juntos. Esa tradición de lucha y esos criterios de unidad generaban una fuerza tremenda, era como tener atrás un ejército. Eso permitió cuando se fue agudizando la represión, ya desde la época de Isabel Perón, poder plantearnos armar grupos de autodefensa, que se llegaron a formar en buena parte de las secciones. Y además siempre teníamos el ánimo de tomar la fábrica y de movilizar, de salir a buscar el apoyo popular. No podemos quedarnos con eso de decir el pueblo argentino es conservador. Las masas son como la leche, no hierve, no hierve, te das vuelta y se volcó.
Síntesis de todo eso fue el convenio colectivo de trabajo logrado en 1975 y el proceso previo de discusión, ampliamente participativo y tan democrático que no quedó rincón del astillero sin plantear alguna reivindicación específica. El astillero resultaba, por ese ejemplo de organización popular, imperdonable para los sectores dominantes, y su reacción fue despiadada. Para comprender la magnitud que tuvo, vale mencionar que en toda Ensenada, una zona de gran concentración industrial con la destilería y la propulsora siderúrgica, con altos niveles de militancia, hubo 160 desaparecidos, y de ésos entre 50 y 70 eran trabajadores del astillero. El primer ataque fuerte fue precisamente la anulación del convenio colectivo de trabajo con el Rodrigazo del año 75. A partir de eso se dieron luchas multitudinarias en julio y agosto; movilizaciones convocadas por la C.G.T. contra López Rega y el ministro de Economía Celestino Rodrigo. En paralelo se comenzó a cebar sobre el astillero la represión paraestatal y estatal. Se fueron repitiendo situaciones de persecución, de amenaza, de acoso, de secuestro.
–A mí me intentan llevar en noviembre del 75. Van a la casa de mis viejos, en Cambaceres, donde yo había estado viviendo hasta hacía un mes y medio. Cayeron como a las dos y pico de la mañana, mi mujer oyó el ruido, porque nos habíamos mudado enfrente, se asomó por la mirilla y vio tres coches parados y tipos de civil con armas que se metían en lo de mis viejos. Yo pensaba que iba a ser igual que en las dictaduras de Onganía, de Levingston, de Lanusse, cuando caían y al no encontrarme rompían algunas cosas pero no le hacían nada a ellos.
Rajamos. Pero a la cuadra está el río. ¿Cómo seguíamos, si no teníamos nada para cruzarlo? Había una casa justo ahí en la orilla, con pilotes y escalerita. Vivía la familia Tabernaberri. Me conocían del barrio pero no teníamos más trato que el saludo. Yo les golpeé. ¿Qué iba a hacer? Le dije lo que pasaba al hombre. Nos dijo vengan, vengan y subimos. Cerró y agarró una escopeta. Me enteré luego de que después de apretar un poco a mis viejos para que dijeran dónde estaba yo y de romper todo, no me buscaron más. Ya comenzaba a clarear, la gente se iba levantando para ir al trabajo así que a la patota se le podía hacer más complicado. Y posiblemente también llevaran a alguno en el baúl. Pasé meses durmiendo en varios lugares de manera rotativa. Del trabajo me sacaban en distintos autos cada día, iban dos o tres compañeros armados y yo agachado para que no pudieran verme desde afuera. Hasta diciembre anduve de esa forma, cuando pedí una licencia sin goce de sueldo por seis meses. El partido planteó sacarme del país y mandarme a la Unión Soviética a hacer un curso de formación sindical y, mientras tanto, mantenerme a salvo.
En el astillero circulaban volantes firmados por el comando peronista José Ignacio Rucci con su condena a muerte.
–Me fui en diciembre del 75. Se hacía una comida de fin de año de los muchachos de fundición del astillero en el club Pettirosi. Me llevaron en auto a la noche, cuando ya estaba toda la gente con las esposas y los hijos; entré, saludé, hablé unos cinco minutos denunciando lo que pasaba y me sacaron de nuevo en auto. Ya me llevaron para guardarme en Avellaneda. Salí del país con nombre falso y con el golpe se retrasó mi regreso, el partido planteó que la represión era muy fuerte. Cuando se decidió la vuelta, paro en Frankfurt a esperar a un compañero con el que debía hacer contacto. Íbamos a viajar juntos después de mandar una postal desde allí que sería la seña para que nos esperasen. Iríamos a Paraguay, de allí a Uruguay y luego en lancha hasta Argentina. Estaba chequeado que el control de acceso por el río era el menos estricto. En Frankfurt me puse a buscar y encontré un hotelito lindo; entro, pregunto y el conserje, que era un gallego, me atiende muy bien, además era barato así que decidí quedarme. Pide el pasaporte, el gallego, lo ve y me dice ¡ah, es de Buenos Aires usted! Tiene unos amigos acá… ¿No lo andarán buscando, no? Y yo le digo ¿por qué me van a buscar? Y el gallego me dice no, le estaba haciendo una broma, hombre, porque son de la Policía Federal… No tengo ningún problema con esa gente, le digo sonriéndome y helado por dentro. Al costado había una arcada, él llama ¡muchachos!, vengan que hay un amigo de ustedes de Buenos Aires… Y se aparecen unos que me habían torturado a mí en la época de Lanusse, en la delegación de la Policía Federal en 49 y 15. Los miro, me miran. Me conocían, seguro que me conocían, por ahí no sabían mi nombre o no se lo acordaban, pero me reconocieron. Nos hicimos todos los boludos. Les dije encantado y al más hijo de puta de todos le pedí ¿me harías un favor, no me darías un cigarrillo que no pude cambiar dólares? Me da uno, me lo prende, agarro el bolso y me voy para el lado del ascensor. Llamo el ascensor, dejo el bolso y me asomo a espiar. Estaban mirando el libro donde recién me había anotado el gallego.
Ya era tarde, así que esa noche me quedé. Pero decidí irme al otro día. Mi preocupación era que avisaran a Argentina que fulano con tal nombre volvía, o que mediante cualquier provocación en la calle me hicieran meter preso y se detectara que tenía pasaporte falso. A la otra mañana, salí a caminar, a ubicar un lugar donde poder perderlos. Volví al hotel, estuve un rato, hice que me vieran haciéndome que no los veía, volví a salir y me mandé hasta una avenida muy ancha. Ya había chequeado cuánto duraba el semáforo en verde. Cuando recién cambió, crucé corriendo a toda velocidad con los autos a centímetros. Si alguien venía atrás iba a tener un tiempo de ventaja. Del otro lado, sobre una calle lateral, a metros, paraban taxis. Me metí en uno y me fui para el aeropuerto. Había aterrizado el avión de Aeroflot en el que debía llegar mi contacto, pero no aparecía. No lo pude encontrar. Si me habían marcado, conmigo corría riesgo. Como cada uno llevaba su plata, seguí viaje por las mías. Permaneció un mes en Roma con la ayuda del Partido Comunista Italiano, pasó por la embajada soviética y le dijeron que se volviera a la Unión Soviética. Esas eran las directivas del partido desde Argentina por la evaluación que hacían de la escalada represiva. Además, a partir de su abandono del hotel en Frankfurt, de existir una denuncia Interpol podía estar al tanto.
–Cuando el avión bajó, los tanos que iban de turismo a Moscú habrán dicho viajamos con algún jerarca porque me estaban esperando en dos limusinas, me metieron en una y sin pasar por ningún trámite nos fuimos por un costado. En la Unión Soviética me ofrecieron que aprovechara para irme a recorrer. Yo dije noooo, basta de viajes, no me quiero mover a ninguna parte. Me compré las obras completas de Marx en castellano y me la pasaba leyendo en el hotel. La única comunicación que tenía con mi familia eran algunas cartas. Acá habían quedado mis dos hijas más grandes. La otra vuelta pasé por Francia, Paraguay y Uruguay, con nuevos documentos falsos y llegué en plena dictadura, en abril del 77. Me acuerdo de cuando entré acá a la Argentina, era a la nochecita, había niebla… Me prendí un cigarrillo y creo que me lo fumé de una pitada. Me había ido por dos meses y estuve casi dos años. Cuando miro todo esto a través del tiempo, con tranquilidad, me río porque parece una película de espionaje, que por ahí uno la ve y no la puede creer, pero era mi vida. Me llevaron a una casa donde estuve bastante tiempo clandestino, en San Antonio de Padua. Viví clandestino hasta fines del 83. Algún domingo iba mi hermano y nos encontrábamos un rato en una plaza. Por esos años murió mi papá acá en Ensenada y no pude venir. Muchas veces me salvó la suerte, pero la suerte nunca es total, uno va aprendiendo a moverse en la clandestinidad con la práctica. Una vez, en la estación Ciudadela, bajo del Sarmiento, se cierran las puertas y veo que venían haciendo un rastrillaje. Había quedado en medio de una pinza. Se venía el rastrillaje desde la punta del andén, vi que a unos pasos había un oficial jovencito y me di cuenta de que estaría al mando de la cosa. Justo pasan dos pibas jóvenes… Ahí nomás me acerco y le digo al tipo ¡mirá qué culitos! ¡Viste!, me contestó. Nos quedamos comentando lo buenas que estaban las pibas ésas y cuando pasa el rastrillaje, me ven hablando con él, qué me van a parar… Vino el tren, le dije chau y me mandé. Trabajé un tiempo con un gasista que me daba la mitad justa de lo que sacábamos, después en el banco Credicoop de Ramos Mejía, vendí guías de transporte. Sobrevivía. No recuerdo bien la fecha exacta en la que pude volver a Ensenada, ya se aflojaba un poco la cosa, era después de la guerra de Malvinas. Cuando me traían en auto y desde lejos vi las grúas de los astilleros me puse a llorar como un pibe. Cuando se estableció de nuevo por Ensenada, Flamini empezó a ayudar en el sindicato municipal, donde estaba como secretario general Mario Secco. Más adelante, después de una dura campaña en la que Flamini tomó parte, Secco le ganó las elecciones por la intendencia al peronista Del Negro, acusado de mafioso y muy temido. Por un tiempo Flamini fue secretario de Cultura de la nueva gestión. Después de renunciar por algunos desacuerdos relativos a la participación y al mismo concepto de cultura, reincorporarse a los astilleros se convirtió en cuestión de subsistencia. Comenzó a moverse como para recuperar el tiempo perdido: presentaba petitorios y le contestaban que, por falta de vacantes, el astillero no estaba tomando gente.
–Pero yo no iba a pedir trabajo. Iba a que me devolvieran lo que me habían quitado a la fuerza. No podían sacarse de encima el problema que era yo de manera burocrática. Yo leí a Kafka, leí El proceso, El castillo, no me vengan con pavadas. Ése era uno de mis argumentos. Y si me boludeaban demasiado, le pateaba la puerta al que cuadrara y me metía. Al secretario del gerente de Recursos Humanos, que no me quería dejar ver a su jefe, le pregunté ¿sabés quién soy yo? Soy nadie. Pero estás sentado ahí laburando en este astillero porque lo defendimos nosotros, los trabajadores. Por eso fuimos presos, torturados o nos tuvimos que exiliar. Llevé una carta al astillero, la repartí, la llevé también a los medios.
Ustedes son burócratas y me contestan desde un ángulo administrativo, les decía, pero de lo que yo estoy hablando es de política. Y si no reincorporan a los que echó la dictadura, será que los fantasmas de Videla, Massera y Agosti sobrevuelan el astillero. Y ustedes tendrán parte de responsabilidad en eso. Lo que estaba pidiendo es que así como se plantea la reparación histórica a los desaparecidos y a sus familias, se nos reconociera a quienes perdimos el trabajo en esa época por razones políticas. Después de eso me recibió el vicepresidente de astilleros. Y por ese tiempo ya lo nombran presidente a Julio César Urien. Víctor De Gennaro me contactó y me pasó su número de teléfono, y me dijo que él quería hablar conmigo. Me citó el primer lunes en el astillero. Me ofreció formar una comisión amplia de respaldo a los que habíamos sido echados por la ley antisubversiva. Pero siguieron las discusiones y los tira y aflojes, yo creo que las buenas intenciones estaban, pero daban vueltas y vueltas y no entrábamos. Fuimos a plantearle nuestra situación a Hebe de Bonafini, a ver si podía hacer algo por nosotros. Nos recibió a los treinta compañeros. La vieja es dura, pero fue la que más nos ayudó sin ningún tipo de burocracia. Costó hasta que agarrara viaje, desconfiaba. Los primeros cinco, diez minutos, fueron de tensión. Pero después comenzó a llamar por teléfono a Dios y a María Santísima: y nada de rogar, era directamente a ver cuándo nos reincorporaban. Fuimos a cada lugar al que había hablado y estaban esperándonos y nos atendían de los más bien, pero el asunto seguía sin resolverse.
Hasta que se hace en los astilleros el acto del 24 de marzo de 2006: en un momento, el presidente del astillero, Julio César Urien, invita a Hebe a colocar unas flores en la placa que se había puesto por los desaparecidos y ella, adelante de todos, adelante de miles de personas, de las autoridades, de los medios, dijo: “los compañeros desaparecidos no necesitan coronas de flores, el mejor homenaje para ellos es que se reincorpore a los treinta compañeros echados por la dictadura”. Después habla Urien: “el lunes van a ingresar los compañeros”.



De gringos


…y su ansiedad por un barco se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una misma y única cosa.

Sudeste, Haroldo Conti

Al salir de La Plata, la calle 60, tras unas pocas cuadras, se convierte según el mapa en Avenida del Petróleo Argentino. Una desmesura de otra época, de cuando soñar aún parecía útil. Por afán de síntesis o resignación, alguien suprimió el gentilicio de los carteles indicadores a la vera del asfalto resquebrajado. Ocho kilómetros más allá, tras dejar atrás los brillos de la destilería Repsol-Y.P.F., se llega a Berisso. En lugar de apellidos de militares supuestamente heroicos o para nada heroicos, buena parte de las calles tienen nombre de puerto. La más renombrada fue siempre la Nueva York. Hace más de medio siglo era requerida por sus fondas desde donde brotaban aromas de todo el planeta, era buscada por el bar de Dawson adonde los marineros entraban con una sed de millas y de donde salían haciendo eses a la deriva, era admirada por sus milongas, era deseada por sus mujeres y era temida por sus entreveros. Hoy se quedó en leyendas y nostalgias. También están la Río de Janeiro, la Habana, la Valparaíso, la Lisboa, la Londres, la Hamburgo, la Cádiz, la Marsella, la Nápoles, la Atenas. Esa profusión de extranjería no es un capricho o un delirio toponímico, sino un tributo al áspero cosmopolitismo de las primeras décadas, cuando la mayor parte de la población venía de otras tierras y a este destino arribaban buques de los rumbos más diversos.
Justo en la esquina de Montevideo y Génova espera el muelle de lanchas colectivas. A poco de zarpar desde él por un cauce estrecho y barroso, al que flanquean quemas de basura, pero también árboles que de tantos trinos parecen a punto de volar, se enfila por el Canal del Saladero. Como tantas otras cosas por la zona, su nombre alude a algo que ya no existe: el establecimiento alrededor del cual creció la ciudad, fundado en 1871 por el inmigrante italiano Giovanni Battista Berisso, cuando a causa de las sucesivas epidemias de cólera y fiebre amarilla clausuraron su predio del Riachuelo, señalado como uno de los culpables de la peste. Tampoco son más que ruinas, a unos cientos de metros, los frigoríficos que lo sucedieron, donde millones de vacas fueron muertas, trozadas y despachadas por miles de proletarios alborotadores que cantaban y puteaban en árabe, hebreo, ruso, polaco, yugoslavo, griego, gallego, portugués, italiano, francés, inglés, armenio, euskera. Entre ellos, según se jactan las habladurías locales, un yanqui alcohólico, depresivo y pendenciero que sería Premio Nobel de Literatura: Eugene O´Neill. A minutos de los que trajinan por las calles ignorando estas aguas, este viento, estos árboles, el canal desemboca en una auténtica selva. Contra el verde se recorta la silueta de un velero. Sorprende como un anacronismo feliz, parece escapado de algún relato de Jack London. Sobre el gris pálido del río Santiago, flota como una enorme ave marina en reposo, extranjera y ensimismada. Su porte es de lejanías, de viaje siempre a punto de recomenzar. Alrededor, pese a la contaminación, no dejan de saltar las lisas: vuelan en un relámpago de agua abierta y de tiempo suspendido, vuelan y caen.
El paraje fue cementerio de barcos durante décadas. Había tramp steamers, bulk carriers, remolcadores, dreadnoughts, avisos, barreminas, recostados unos contra otros a la espera de los chatarreros. Ahora seguirán con su vocación ultramarina andando por ahí en forma de hoja de afeitar o lata de anchoas, mientras acá se quedaron algunos restos disfrazados de jungla sobre los que se posan los biguás y las garzas. Contra la ribera de Berisso, invadido por ceibos que a principios del verano lo encienden de rojo, aguanta pese a la herrumbre el Cormorán, un buque de guerra construido en Alemania a principios del siglo que pasó. Enfrente, la vegetación desmadrada ganó la isla Paulino, que proveía de fruta, verdura y vino a la región, además de ser el gran recreo popular. Eso antes de la puta creciente del 40, que barrió con todo; antes de media docena de golpes de Estado y una tonelada de ministros de economía que arrasaron con industrias y trabajadores de estas costas con tanta saña como las olas se llevaron pistas de baile, hotelitos y churrasquerías.
Todo llama, por aquí, a los fantasmas. Fantasmas de aquellas polcas, valsecitos y milongas tocados con lo que hubiese. Banjo, balalaika, bandoneón, verdulera, armónica, violín, guitarra, qué mas da. Pero con ganas. A salvo por un rato de los capataces que tronaban insultos y órdenes chapoteadas en whisky. Melodías como salieran, convirtiéndose de a poco en otro pulso, en otra danza, en una lengua de todos. Desafinadas todavía, pero suficientes para sacarse de adentro el frío de las cámaras frigoríficas donde los que por más tiempo le gambeteaban a la parca eran los rusos.
Fantasmas de aquellos bailarines que se amaban sobre la arena blanca después del último acorde, envueltos en esa otra música, la voz del río casi mar, desnudos y acariciados por el sol naciente.
Fantasmas de los inmigrantes y los presidiarios que sudaron codo a codo, abriendo a pala el canal de acceso al puerto, para que los ganado y las mieses llegaran en barco a Europa y allá los niños bien pudiesen tirar manteca al techo. Fantasmas de los barcos del loco Brown, que fondearon a menos de una milla de acá, antes de agarrarse a cañonazos con los godos por aquello de la libertad, la igualdad, la fraternidad. ¿Alguien se acuerda? Fantasmas de los que desde estas orillas vieron llegar a los invasores barbados, valientes, sucios, enfermos de alta mar, de fiebre, de espejismos, de codicia.
Hasta el mismo velero resulta una aparición del más allá. Mínimas chorreaduras de óxido sobre su costado de hierro pintado de blanco lo vuelven más real. A diferencia de los dioses o damas que se estilaban, su mascarón de proa es una indígena de rasgos angulosos y tetas que desafían a las tormentas. En popa y amuras se repiten los mismos trazos en cursiva: Gringo. Hay que trepar por una escala de gato, a bordo monta guardia su capitán, Fernando Zuccaro. Descalzo en la cubierta de madera, de mangas cortas pese a que el sudeste ya se hace notar, recibe sin protocolo:
–¿Qué tal, hermanito? Tiene la cara tallada por los vientos y el rojo del sol pegado a ella para siempre. Ningún isleño de los que pasan en sus embarcaciones deja de saludarlo alzando una mano mientras con la otra lleva el timón. Zuccaro, navegando en otro velero, cruzó el Atlántico desde la boca del Amazonas, donde había convivido un mes con una tribu. Quería llegar a Irlanda. A punto de alcanzar la meta, se topó con un temporal. Helicópteros guardacostas se acercaron a rescatarlo. Prefirió no abandonar el barco. –Suerte que mi único tripulante estaba tirado del mareo, no fuera cosa que aceptara… –cuenta, y otro brillo le gana los ojos claros, le despeja la mirada.
Aunque memorable, ese episodio, como tantos, forma parte de su prehistoria. Lo importante empieza cuando se le ocurrió comprar un remolcador radiado para irse a vivir en él. Consultó a dos que andaban en el trapicheo. No se lo quisieron vender.
–Te conocemos las mañas. No vas a aguantarte las ganas de navegarlo y vas a terminar culo al norte –le recriminaron. Mejor que se buscara alguno de los últimos mercantes a vela, aconsejaron. Esos barcos tenían buenos cascos. El Guaraní, el Noruego, el San Antonio, el Ciudad de La Plata. Y por sobre todos, esa goleta con una historia que las tripulaciones desparramaron por los boliches de la costa, donde se agrandó hasta el heroísmo: la Pegli. Según se contó por años sin que ningún mamado saltara a negarlo, durante una sudestada de rompe y raja había cruzado a Uruguay en cuarenta y cinco minutos. Aún andaba su nombre entre los viejos más viejos del río y las islas, hombres que mentan cuadernas y pantoques de fulanas esquivas como si hablaran de barcos, y se enternecen hablando de naves hace rato naufragadas como si fueran el amor de sus vidas. Pero la goleta, ¿dónde estaba?
Se hizo devoto de una sombra. Las variaciones fantasiosas de su leyenda, contadas por voces broncas, entre vaso y vaso de vino de la costa, le llegaron hondo, se convirtieron en capricho, en obsesión, en amor. Salió entonces sin mapa detrás de un improbable tesoro, porque los mandatos del corazón saben ser imperiosos, incluso violentos. Revisó cada rincón del estuario. Se encontró con fósiles pegados al barro, ya sin esperanzas de flotar. Dudó y siguió y volvió a dudar y a seguir. Hasta que un tal Beto, por un andurrial del Luján, le señaló algo y le dijo:
–Esto es lo que buscás.
Solamente asomaba lo que parecía ser el techo de la timonera. Para verificar el dato no había otra que bucear en el agua turbia. Fernando se zambulló. A oscuras, fue sintiendo en las manos, como quien reconoce en la noche el cuerpo amado, las formas de la goleta más veloz que surcara el Infierno de los Navegantes, mal llamado Río de La Plata. Ubicó al dueño. Para que no le pidiera demasiado, argumentó que iba a vender como chatarra los pedazos que rescatara de ese casco. Tuvo que vaciarlo de barro y de basura. Para ponerlo a flote, le inyectó aire a los tanques. Qué desesperación cuando comenzaron a brotar burbujas. Volvió a zambullirse y se dio cuenta: habían robado las válvulas. Fue necesario sellar los agujeros y volver a intentarlo. No flotó completamente. Pero al menos se desprendió del fondo. En el Delta, por remates y galpones, fue comprando cuantas bombas de achique encontró. Había que sacarle el agua que se pudiera. Lo hizo. Luego, con aparejos afirmados en los árboles, lo fue levantando. Cada vez que se acercaba una embarcación grande, corría a aprovechar las olas alzadas a su paso, que sumaban su fuerza para izarlo otro poco.
–Era un trabajo piramidal. Pero tenía 34 años y muchas ganas. Por eso nada era imposible –rememora catorce años después. Los del Rincón de Milberg, entonces lejos de ser uno de los barrios náuticos más cotizados, lo miraban raro. En voz baja, pero no lo suficiente como para que él no se enterase, lo llamaban “el gringo loco”. Dormía en la timonera destartalada. Todas las noches soñaba lo mismo. Para dar el gran salto, contrató una chata arenera.
–Estaba robándole al río un cadáver gigante. Si trataba de hacerlo por las mías nomás, se me podía escapar, plantarse en medio del Luján y yo terminaba preso… –explica.
Cuando al fin estuvo del todo a flote, se quedó siete días mirándola. Sí. Era ella. La goleta. ¿Y ahora? Estaba podrida de proa a popa. Pero no se rindió a semejante evidencia.
Llevó esos restos a un pequeño astillero cercano, los sacó a tierra y se puso a trabajar. Cuando casi había terminado, el establecimiento se fundió, como tantos por aquellos años de revolución productiva, generosos en desguaces de toda laya. Para devolver a su elemento el casco de 37 metros de eslora y 8 de manga, había que cavar un zanjón. Lo hizo. Instaló precariamente un motor, lo probó, anduvo. Y un día de niebla cerrada se dijo ahora o nunca. A algunos de Prefectura que de tantas andanzas ya lo tenían fichado, les avisó que estaba “por mandarse una cagada grande” y zarpó. Bajó el río Luján con los dientes apretados, encaró la marejada del río abierto y rumbeó hacia este mismo fondeadero, donde ahora conversamos a bordo de aquel barco, que a fuerza de trabajo y fantasía ya es otro, mientras el viento le arranca escamas de luz al agua.
–A cada rato venían los de Prefectura. Yo les decía soy cuidador, el dueño no está… –cuenta sin parar de reírse–. Hasta que un día se aparecieron con una lancha grande. Querían llevarse la goleta a remolque, decían que era un peligro… Me entregué. Como en Argentina los barcos no se restauran, sino que se abandonan o se desguazan, los uniformados no entendían de qué se trataba. Para ellos era un potencial problema, la posibilidad de un obstáculo a la deriva, una colisión, un sumario. Nada más. Costó discusiones largas y entreveradas volverlos cómplices de ese espejismo. Mucho menos tardaron en ponerse de su lado los soldadores del Astillero Río Santiago, habituados a parir barcos y ver cómo se van por el mundo. Así, un círculo se consumaba: allí mismo, en 1954, a la altiva goleta, hasta entonces un velero puro, le habían sacado un palo y le habían puesto motor. Ya en los 70, la habían desarbolado del todo para convertirla en una chata más de las que van y vienen por nuestro litoral. Ellos, los trabajadores del más grande astillero de América, prestaron sus manos baqueanas para concretar los últimos detalles. Con una comilona a la vera del río celebraron todos juntos la nueva vida de ese prodigio náutico. Pero hubo gente no tan comprensiva. Algunos de los más cercanos lo conminaban a Fernando:
–Eso no va a navegar.
–Eso se hunde.
–Dejate de joder.
¿Habrán sentido celos, las mujeres, de la quimera que se llevaba sus fuerzas, peor que una amante, como una muerta enamorada? Difícil competir con una goleta, es hacerlo con una sirena: felicidad de rumbos, risa de agua. Los planos que debían estar en el Registro Nacional de Embarcaciones, en algún momento habían engordado polillas o ratas si es que no fueron a parar a la basura. En cambio, en el Museo Naval de Nueva Cork guardaban algunos datos: esa goleta había sido botada como Luigi Palma en el astillero Roncallo, de Génova, en 1886. Los únicos documentos con que se contaba para reconstruir su aparejo eran fotos ajadas que corrían el peligro de volverse polvo en las manos de quien las interrogara con demasiada insistencia. En ellas, retratada con la luz de otro tiempo, lucía dos palos con velas cangrejas y escandalosas, el mayor a popa, y tres foques.
Una tarde, un viejo se apareció por la goleta. Fue como si un fantasma se encontrara con otro fantasma. Se presentó: Fausto Braganti, italiano, marino. Había pasado buena parte de su vida a bordo de ese barco. Lo creía hundido adonde lo abandonaron en 1974, después de su último viaje a Paysandú. Él confirmó que los cálculos de lastre, superficie vélica y altura de los palos –más de veinte metros– eran correctos. Además, acercó la parte olvidada de su historia.
A partir de la botadura en 1886, sucesivas tripulaciones navegaron de la Toscana, donde cargaban mármol de Carrara, a Irlanda. Allí la nueva carga era carbón de piedra. Cruzaban el Atlántico y lo iban descargando en puertos de Brasil, en Montevideo y finalmente en Buenos Aires.
También llevaban inmigrantes como bulto, pagando el precio en carbón del volumen que ocupaban. Eran responsables de sus provisiones, y como nunca lograban calcular bien o no tenían con qué adquirir lo suficiente para la travesía, pronto se les terminaban. No era raro que se armara bronca entre los hambreados y los remisos a compartir lo suyo y someterse a racionamiento. En Buenos Aires, una vez vaciadas las bodegas, la marinería las limpiaba a escoba, con las mismas escobas a modo de brochas las pintaba, cargaban trigo, y vuelta a Italia. Todo eso les llevaba entre ocho y catorce meses. Así fue hasta 1933, cuando el barco pasó a dueños argentinos y, pese a la superstición náutica que condena los cambios de nombre, se la rebautizó Pegli por el distrito de Génova del que provenían sus marineros. Entonces comenzaron a transportar papas y cebollas a Rio Grande do Sul o carga general a Mar del Plata y Necochea. Los últimos años transcurrieron lejos del mar, yendo a buscar madera y fruta a puertos del Paraná. Después, llegó la tercera vida. Y para ella, un nombre nuevo. Fernando, como sus predecesores, desoyó a quienes auguran las más crasas calamidades a cualquier artefacto flotante que no conserve el apelativo con el que fuera botado. No se trataba de una dificultad menor. El bautismo de una embarcación es cosa seria. Define su carácter. Lo saben quienes recurrieron a la música de algún nombre entrañable y se toparon, en medio de una singladura tan comprometida como reveladora, con asperezas y caprichos de ésos capaces de echar abajo el más antiguo y firme amor. Quizás como un modo de conjurar semejantes sorpresas del azar o del destino, un pescador de Quequén le puso a su lancha Ésta si me la esperaba. La elección de Fernando, lejos de ese barroquismo conceptista o de la efusión sentimental, fue casi una no elección.
–El nombre se lo puso la gente –afirma.
Nació cuando a él, en voz no tan baja, le decían “gringo loco”. Lo que principió como una fórmula de los lugareños para calificar a ese hombre de afanes inexplicables, pronto se extendió al objeto de sus desvelos. Recorremos la goleta. Brilla el barniz de la timonera rejuvenecida. A proa del palo trinquete, la cubierta está despejada para la maniobra o el ocio. Ése era el emplazamiento original de la cocina: al aire libre, expuesta al viento y a las olas, lo cual restringía las chances del cocinero apenas empeoraban las condiciones climáticas. Y en caso de tempestad, había que resignarse a comer galleta y tasajo mientras no amainara. Ahora, en cambio, hay una cocina bajo cubierta con todas las comodidades modernas. Eso sí, nada de molinetes de última generación; las velas se siguen izando, arriando y cobrando como en el siglo XIX, a brazo pelado, aunque con la ayuda de aparejos que combinan cuadernales y motones para multiplicar la fuerza. De otra manera sería imposible. El foque más pequeño tiene tanta superficie como la mayor de un velero actual de entre veinte y treinta pies de eslora. Cuando el viento lo infla, puede remontar como un barrilete a un hombre pesado que intente dominarlo. En los interiores, que incluyen alojamiento para veinte personas aparte del capitán y los tripulantes, dura el perfume a madera, como si hubiese un piano nuevo recién desembalado a la espera de las manos que lo hagan cantar. Nos ponemos cómodos en los sillones del salón, que sería amplio para una casa, Fernando Zuccaro cuenta:
–La primera navegación fue la peor. Esto era un galpón y mucha voluntad. Pero estaba listo para zarpar. Había hecho una fiesta de inauguración y tenía como setenta personas a bordo. Pasó un pampero, pasó otro. Con el tercero arranqué para Colonia… No sabía cómo parar. Iba a más de quince nudos. Estaban todos medio muertos del mareo y del susto. A mi hija Clarita, de tres meses, no había quien la pudiera atajar. Pasaron las épocas más difíciles, auqellas en las que Zuccaro debió apelar a todas sus artes de buscavidas. Aquí se han filmado varias publicidades, cada tanto se zarpa a Colonia con pasajeros y anualmente se hace una travesía marítima para instrucción de pilotos. Así y todo, el dinero alcanza, con suerte, para el mantenimiento.
–Me porfían que si la vendo me compro un buen auto, una buena casa y me queda guita. ¿De dónde sacan que quiero deshacerme de ella? No saben lo que es ver la vida desde otro lado, lo que es compartir esto con mis cuatro hijos. Si no navegara, por ahí… Pero la goleta navega. Y cómo. Cuando el viento alcanza la intensidad suficiente, hace tabletear contra los palos las drizas de los veleros que esperan en sus amarras. Ese concierto de percusión vale como aviso a los navegantes. Hay otro punto en la escala, cuando ha arreciado unos cuantos nudos, en que hace cantar a los obenques con voces que bien podrían ser las de los marinos ahogados. Esa queja tiene su traducción precisa en alarmas y recaudos. Hay otro punto, más allá, en que desborda el horizonte un bramido que parece venir desde algún lugar en el fondo del cielo. Esa llamada es intraducible. Cuando suena, es el momento más propicio para la goleta.
Cuando ya hace rato que los demás tuvieron que achicar paño y buscar refugio, ella principia a gozar de la tormenta. Así ha hecho en horas viajes que demandan días, vibrando como si fuera un instrumento musical.
Volvemos a salir a cubierta.
–Viene más viento –comenta Fernando después de estudiar las nubes y se queda callado. Acaricia la madera pensativo. Parece que acechara alguna señal entre el chapoteo del agua, los susurros del juncal, los aleteos y las zambullidas de los biguás, las olas que rompen a la distancia contra los malecones. Hasta que su voz vuelve:
–El sueño de irme lejos es permanente, me flagela –confiesa de un tirón. El viento se levanta. Pega una sacudida la cadena del ancla y la goleta se estremece bajo nuestros pies, provoca, invita. En la cara nos golpea el aliento de las islas.