sábado, 1 de septiembre de 2012

Leyenda del volcán - Miguel Ángel Asturias.


La leyenda del volcán.




Hubo en un siglo un día que duró muchos siglos

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.

Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.

Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.

-¡Nido!...

Pío Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.

-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!

La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con transparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas movían los párpados a un paso del río:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la incendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.

El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!

Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.

Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas...

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.

Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.

-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo...

Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!

¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:

¡Nido, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

FIN

Leyendas de Guatemala, 1930

The boarding house ( La pensión o La casa de huéspedes) James Joyce

The Boarding House






MRS. MOONEY was a butcher's daughter. She was a woman who was quite able to keep things to herself: a determined woman. She had married her father's foreman and opened a butcher's shop near Spring Gardens. But as soon as his father-in-law was dead Mr. Mooney began to go to the devil. He drank, plundered the till, ran headlong into debt. It was no use making him take the pledge: he was sure to break out again a few days after. By fighting his wife in the presence of customers and by buying bad meat he ruined his business. One night he went for his wife with the cleaver and she had to sleep a neighbour's house.

After that they lived apart. She went to the priest and got a separation from him with care of the children. She would give him neither money nor food nor house-room; and so he was obliged to enlist himself as a sheriff's man. He was a shabby stooped little drunkard with a white face and a white moustache white eyebrows, pencilled above his little eyes, which were veined and raw; and all day long he sat in the bailiff's room, waiting to be put on a job. Mrs. Mooney, who had taken what remained of her money out of the butcher business and set up a boarding house in Hardwicke Street, was a big imposing woman. Her house had a floating population made up of tourists from Liverpool and the Isle of Man and, occasionally, artistes from the music halls. Its resident population was made up of clerks from the city. She governed the house cunningly and firmly, knew when to give credit, when to be stern and when to let things pass. All the resident young men spoke of her as The Madam.

Mrs. Mooney's young men paid fifteen shillings a week for board and lodgings (beer or stout at dinner excluded). They shared in common tastes and occupations and for this reason they were very chummy with one another. They discussed with one another the chances of favourites and outsiders. Jack Mooney, the Madam's son, who was clerk to a commission agent in Fleet Street, had the reputation of being a hard case. He was fond of using soldiers' obscenities: usually he came home in the small hours. When he met his friends he had always a good one to tell them and he was always sure to be on to a good thing-that is to say, a likely horse or a likely artiste. He was also handy with the mits and sang comic songs. On Sunday nights there would often be a reunion in Mrs. Mooney's front drawing-room. The music-hall artistes would oblige; and Sheridan played waltzes and polkas and vamped accompaniments. Polly Mooney, the Madam's daughter, would also sing. She sang:

I'm a ... naughty girl.
You needn't sham:
You know I am.
Polly was a slim girl of nineteen; she had light soft hair and a small full mouth. Her eyes, which were grey with a shade of green through them, had a habit of glancing upwards when she spoke with anyone, which made her look like a little perverse madonna. Mrs. Mooney had first sent her daughter to be a typist in a corn-factor's office but, as a disreputable sheriff's man used to come every other day to the office, asking to be allowed to say a word to his daughter, she had taken her daughter home again and set her to do housework. As Polly was very lively the intention was to give her the run of the young men. Besides young men like to feel that there is a young woman not very far away. Polly, of course, flirted with the young men but Mrs. Mooney, who was a shrewd judge, knew that the young men were only passing the time away: none of them meant business. Things went on so for a long time and Mrs. Mooney began to think of sending Polly back to typewriting when she noticed that something was going on between Polly and one of the young men. She watched the pair and kept her own counsel.

Polly knew that she was being watched, but still her mother's persistent silence could not be misunderstood. There had been no open complicity between mother and daughter, no open understanding but, though people in the house began to talk of the affair, still Mrs. Mooney did not intervene. Polly began to grow a little strange in her manner and the young man was evidently perturbed. At last, when she judged it to be the right moment, Mrs. Mooney intervened. She dealt with moral problems as a cleaver deals with meat: and in this case she had made up her mind.

It was a bright Sunday morning of early summer, promising heat, but with a fresh breeze blowing. All the windows of the boarding house were open and the lace curtains ballooned gently towards the street beneath the raised sashes. The belfry of George's Church sent out constant peals and worshippers, singly or in groups, traversed the little circus before the church, revealing their purpose by their self-contained demeanour no less than by the little volumes in their gloved hands. Breakfast was over in the boarding house and the table of the breakfast-room was covered with plates on which lay yellow streaks of eggs with morsels of bacon-fat and bacon-rind. Mrs. Mooney sat in the straw arm-chair and watched the servant Mary remove the breakfast things. She mad Mary collect the crusts and pieces of broken bread to help to make Tuesday's bread- pudding. When the table was cleared, the broken bread collected, the sugar and butter safe under lock and key, she began to reconstruct the interview which she had had the night before with Polly. Things were as she had suspected: she had been frank in her questions and Polly had been frank in her answers. Both had been somewhat awkward, of course. She had been made awkward by her not wishing to receive the news in too cavalier a fashion or to seem to have connived and Polly had been made awkward not merely because allusions of that kind always made her awkward but also because she did not wish it to be thought that in her wise innocence she had divined the intention behind her mother's tolerance.

Mrs. Mooney glanced instinctively at the little gilt clock on the mantelpiece as soon as she had become aware through her revery that the bells of George's Church had stopped ringing. It was seventeen minutes past eleven: she would have lots of time to have the matter out with Mr. Doran and then catch short twelve at Marlborough Street. She was sure she would win. To begin with she had all the weight of social opinion on her side: she was an outraged mother. She had allowed him to live beneath her roof, assuming that he was a man of honour and he had simply abused her hospitality. He was thirty-four or thirty-five years of age, so that youth could not be pleaded as his excuse; nor could ignorance be his excuse since he was a man who had seen something of the world. He had simply taken advantage of Polly's youth and inexperience: that was evident. The question was: What reparation would he make?

There must be reparation made in such case. It is all very well for the man: he can go his ways as if nothing had happened, having had his moment of pleasure, but the girl has to bear the brunt. Some mothers would be content to patch up such an affair for a sum of money; she had known cases of it. But she would not do so. For her only one reparation could make up for the loss of her daughter's honour: marriage.

She counted all her cards again before sending Mary up to Doran's room to say that she wished to speak with him. She felt sure she would win. He was a serious young man, not rakish or loud-voiced like the others. If it had been Mr. Sheridan or Mr. Meade or Bantam Lyons her task would have been much harder. She did not think he would face publicity. All the lodgers in the house knew something of the affair; details had been invented by some. Besides, he had been employed for thirteen years in a great Catholic wine-merchant's office and publicity would mean for him, perhaps, the loss of his job. Whereas if he agreed all might be well. She knew he had a good screw for one thing and she suspected he had a bit of stuff put by.

Nearly the half-hour! She stood up and surveyed herself in the pier-glass. The decisive expression of her great florid face satisfied her and she thought of some mothers she knew who could not get their daughters off their hands.

Mr. Doran was very anxious indeed this Sunday morning. He had made two attempts to shave but his hand had been so unsteady that he had been obliged to desist. Three days' reddish beard fringed his jaws and every two or three minutes a mist gathered on his glasses so that he had to take them off and polish them with his pocket-handkerchief. The recollection of his confession of the night before was a cause of acute pain to him; the priest had drawn out every ridiculous detail of the affair and in the end had so magnified his sin that he was almost thankful at being afforded a loophole of reparation. The harm was done. What could he do now but marry her or run away? He could not brazen it out. The affair would be sure to be talked of and his employer would be certain to hear of it. Dublin is such a small city: everyone knows everyone else's business. He felt his heart leap warmly in his throat as he heard in his excited imagination old Mr. Leonard calling out in his rasping voice: "Send Mr. Doran here, please."

All his long years of service gone for nothing! All his industry and diligence thrown away! As a young man he had sown his wild oats, of course; he had boasted of his free-thinking and denied the existence of God to his companions in public- houses. But that was all passed and done with... nearly. He still bought a copy of Reynolds's Newspaper every week but he attended to his religious duties and for nine-tenths of the year lived a regular life. He had money enough to settle down on; it was not that. But the family would look down on her. First of all there was her disreputable father and then her mother's boarding house was beginning to get a certain fame. He had a notion that he was being had. He could imagine his friends talking of the affair and laughing. She was a little vulgar; some times she said "I seen" and "If I had've known." But what would grammar matter if he really loved her? He could not make up his mind whether to like her or despise her for what she had done. Of course he had done it too. His instinct urged him to remain free, not to marry. Once you are married you are done for, it said.

While he was sitting helplessly on the side of the bed in shirt and trousers she tapped lightly at his door and entered. She told him all, that she had made a clean breast of it to her mother and that her mother would speak with him that morning. She cried and threw her arms round his neck, saying:

"O Bob! Bob! What am I to do? What am I to do at all?"

She would put an end to herself, she said.

He comforted her feebly, telling her not to cry, that it would be all right, never fear. He felt against his shirt the agitation of her bosom.

It was not altogether his fault that it had happened. He remembered well, with the curious patient memory of the celibate, the first casual caresses her dress, her breath, her fingers had given him. Then late one night as he was undressing for she had tapped at his door, timidly. She wanted to relight her candle at his for hers had been blown out by a gust. It was her bath night. She wore a loose open combing- jacket of printed flannel. Her white instep shone in the opening of her furry slippers and the blood glowed warmly behind her perfumed skin. From her hands and wrists too as she lit and steadied her candle a faint perfume arose.

On nights when he came in very late it was she who warmed up his dinner. He scarcely knew what he was eating feeling her beside him alone, at night, in the sleeping house. And her thoughtfulness! If the night was anyway cold or wet or windy there was sure to be a little tumbler of punch ready for him. Perhaps they could be happy together....

They used to go upstairs together on tiptoe, each with a candle, and on the third landing exchange reluctant goodnights. They used to kiss. He remembered well her eyes, the touch of her hand and his delirium....

But delirium passes. He echoed her phrase, applying it to himself: "What am I to do?" The instinct of the celibate warned him to hold back. But the sin was there; even his sense of honour told him that reparation must be made for such a sin.

While he was sitting with her on the side of the bed Mary came to the door and said that the missus wanted to see him in the parlour. He stood up to put on his coat and waistcoat, more helpless than ever. When he was dressed he went over to her to comfort her. It would be all right, never fear. He left her crying on the bed and moaning softly: "O my God!"

Going down the stairs his glasses became so dimmed with moisture that he had to take them off and polish them. He longed to ascend through the roof and fly away to another country where he would never hear again of his trouble, and yet a force pushed him downstairs step by step. The implacable faces of his employer and of the Madam stared upon his discomfiture. On the last flight of stairs he passed Jack Mooney who was coming up from the pantry nursing two bottles of Bass. They saluted coldly; and the lover's eyes rested for a second or two on a thick bulldog face and a pair of thick short arms. When he reached the foot of the staircase he glanced up and saw Jack regarding him from the door of the return-room.

Suddenly he remembered the night when one of the musichall artistes, a little blond Londoner, had made a rather free allusion to Polly. The reunion had been almost broken up on account of Jack's violence. Everyone tried to quiet him. The music-hall artiste, a little paler than usual, kept smiling and saying that there was no harm meant: but Jack kept shouting at him that if any fellow tried that sort of a game on with his sister he'd bloody well put his teeth down his throat, so he would.

Polly sat for a little time on the side of the bed, crying. Then she dried her eyes and went over to the looking-glass. She dipped the end of the towel in the water-jug and refreshed her eyes with the cool water. She looked at herself in profile and readjusted a hairpin above her ear. Then she went back to the bed again and sat at the foot. She regarded the pillows for a long time and the sight of them awakened in her mind secret, amiable memories. She rested the nape of her neck against the cool iron bed-rail and fell into a reverie. There was no longer any perturbation visible on her face.

She waited on patiently, almost cheerfully, without alarm. her memories gradually giving place to hopes and visions of the future. Her hopes and visions were so intricate that she no longer saw the white pillows on which her gaze was fixed or remembered that she was waiting for anything.

At last she heard her mother calling. She started to her feet and ran to the banisters.

"Polly! Polly!"

"Yes, mamma?"

"Come down, dear. Mr. Doran wants to speak to you."

Then she remembered what she had been waiting for.


La pensión
[Cuento. Texto completo]
James Joyce

La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.

Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.

Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:

Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.

Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.

Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.

Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.

Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.

En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.

Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.

¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.

El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.

¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.

Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:

-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Terminaría de una vez con su existencia, dijo.

Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.

No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.

Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...

Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...

Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.

Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»

Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.

Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta del recibimiento.

Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.

***

Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.

Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.

Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.

-¡Polly! ¡Polly!

-Aquí estoy, mamá.

-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.

Entonces recordó lo que estaba esperando.



sábado, 7 de abril de 2012

Amamos tanto a Julio (Andy y A) ¿mentendés?

jueves,


Para A.

Todo olía a desesperación. Habían acabado de hacer el amor hacía instantes. Y como a veces suele pasar, se había adueñado del ambiente una especie de aire malévolo que tiene el sabor a la culpa y al desconsuelo.

¿Encontraré a la Maga? Hiciste conmigo algo que no se hace, me mostraste la mujer ideal. Después de eso todos buscamos a la Maga en Paris o en Ciudadela, haciendo huevos fritos, escuchando a los Beatles o a Charly Parker, haciendo el amor en una cama rodeada de libros, sahumerios, un potus, ollas sucias, decenas de vasos con puchos apagados, una novela sin abrir de Roberto Arlt.


En un departamento lejano sonaba Sandro.

"Tengo un mundo de sensaciones"

¿Encontraré a la Maga? Vos me dijiste Julio que podíamos encontrarla, no buscarla, que la Maga iba a aparecer sin necesidad de una cita, que la misteriosa ecología de la ciudad iba a juntarnos. Por tu culpa, Julio, las parejas salen separadas a encontrarse, la ciudad está cubierta de personas con aire desconcentrado que cabecean como un boxeador después de un golpe, que espían en las esquinas buscándola a ella...


Ambos se dieron vuelta hacia sus lados respectivos y se dieron cuenta inmediata y simultáneamente del error. Eran diferentes, sonaban distintas sus respiraciones. Subsanaron ese error volviendo a mirarse y a encontrarse, sonriendo delicadamente.


Te metiste en la vida, Julio, en nuestra vida; en la vida de ella y la mía. No pasa un solo embotellamiento en que no recuerde la autopista del sur; frente a cualquier discusión, particularmente las discusiones tontas, la memoria me dicta elecciones insólitas...

¿Te acordás? A uno le piden que elija y le dan un calentador Primus, una banana, una rubia de costumbres elásticas... Para desconcierto de la población y del obispo local me he quedado con la banana. Me aterra tu posibilidad de vomitar conejitos a la mañana: Julio, ya es suficiente que a la mañana el sueño duele en los ojos o el pis se resista a salir. No puedo perdonarte lo de los conejitos. Tampoco lo del límite.

Hasta que se encontraron. era un algo en el fondo de sus ojos. Él la veía, infatuizado. Sus ojos tenían esa misteriosa cualidad de atraparlo de un modo insondable. Él, que se aburría con cualquier cosa, podía quedarse hundido en esa mirada durante el resto de su vida. Pero en realidad él, no era él... sino otro par de ojos, los de otro hombre que en algún lado, que nos está vedado saber, la esperaban para mirarla así.


Yo vivía tranquilo imaginando esa pared, no tenías que decirme que la pared era una soga que se podía saltar, en ese ring los contornos se pierden, la conciencia se pierde. Vivía tranquilos en nuestro metro cuadrado hasta que apareciste vos. Y con vos, ella... ella, la prueba tangible de la continuidad de los parques.

“El hombre más alto del mundo” como escribió alguna vez mi odiado García Márquez, con los ojos separados como los de un novillo, el brazo en alto señalando hacia allá, hacia allá, a la conciencia, a la soga, a lo extraordinario, lo extraordinario saltándonos encima como un gato, al miedo y a la risa, Julio, Julio... si no fuese por vos, yo no escribiría; y si yo no escribiese, ella no me hubiera leído. Y si ella no me hubiese leído, yo no hubiera tenido ni la más mínima chance de tener una chance.

Cuando Sandro se hubo callado, ella ya dormía.. pero él no podía hacerlo. Un runrun delicado lo estremeció. Había sido descubierto. Ella abrió los ojos. Y lo descubrió mirándola. Lo habían atrapado como una liebre frente a los focos. Ahora sólo restaba el tiro del final.


Ella sabía que esto no debía continuar. Al menos, no de este modo. Había otra gente que la necesitaba. Pero cuando ella miraba el fondo de sus ojos verdes, esos ojos de gato desvelado y lúcido, podía ver la desesperación que dormía en algún rincón, acurrucado. Y de alguna manera no podía dejar de ceder a esa especie de resistencia pacífica que instantáneamente desplegaba en sus silencios, muy escasos por cierto.

Es natural que interpretes esto como un reproche, Julio. Yo quería ser feliz, hacer asados, leer a King o a Grisham, mirar como despegan los aviones en el aeroparque, no necesitar a la Maga, hacer el amor cuantas veces fuese posible, no plantearme siquiera si la vida tiene más de una dirección: tiene una sola, y es el futuro, no hay dos futuros; hay el mío, no hay conejitos en la garganta, no hay instrucciones para subir una escalera.

Yo quería ser feliz, imaginarme hasta acá, no hasta allá, no hasta ella, no adonde nunca podré llegar, sacudirme la libertad como una araña del pantalón. Tirarme la araña a la cabeza, eso hiciste. Pelo de araña, mi cabeza se mueve lentamente, nunca sé en que puede terminar, volverme cursi y niño, abrirme a la confusión. Te imagino, la imagino cada vez que miro por la ventana, o por un tunel o por un ojal, sé de memoria que puedes estar en cualquier sitio, ahora mismo cagándote de risa.

Cagándote de risa de cómo me enamoro, y quiero negarlo, tres veces como un Judas sin siquiera recompensa.


Entonces decidió que ésto se acabaría. Pero él antes hizo algo que ella no esperaba.

Le hizo una foto mental de sus ojos. Esos ojos expresivos y profundos. Esos ojos turbios para hundirse en ellos, y desfallecer, perder el conocimiento, y ahogarse.

Esos ojos a los que él le gustaba mirar cuando llegaba al orgasmo, y a los que se quedaba mirando luego de un rato para poder aprehender ese retazo de memoria.


"tengo un mundo de sensaciones..."


Sin embargo hay ciertas cosas que ocurren a lo largo de una vida juntos (que puede durar tan sólo seis meses y veintiún días) que son imposibles de recuperar.

Y desde el insondable abismo de una cama, alguien tuvo un segundo de estupor. Un vértigo atroz.

Vértigo, Julio.

¿Mentendés?

¿Y cómo hago ahora para decirle que acá arriba no puedo estar solo, Julio? Cómo hago para decirle que ella tiene la clave para que mis palabras se pongan en orden, para que las putas perras negras vengan a lamerme las manos.

Vértigo. Vértigo.

El amor es una enfermedad mental. Y aquí se está tan alto que creo que es imposible volver abajo.

Los dados de Dios (Andy Murmullos)

LOS DADOS DE DIOS.
lunes, enero 28 Publicadas por Andrés Etiquetas: relatos a la/s 11:27 AM 15 murmullo(s)







A ella, que sabe que siempre es para ella.

A veces, aunque no lo creas, Dios juega a los dados. Tiene unos dados raros, el cabrón. Unos dados que sólo él sabe interpretar. Así que nunca sabés si ganaste o no.


Aunque da igual.


La casa siempre gana.


Hace unos días, ella apostó. Y aunque no cree en ningún dios, tal vez salvo en su propio dios.


Como no me está dado saber cual fue el resultado, sólo me atrevo a reflexionar en base a sus expectativas.


Ella cree que Dios, o quienquiera que sea, es un pésimo croupier. Y yo estoy de acuerdo con ella.


Pero siempre uno puede recuperarse.


Ella sabe jugar.


Se pone su sweater verde de cuello alto y se levanta cada mañana a buscar un tapete.


A mí me encantaría acompañarla, pero ella tiene otro compañero de juego, y a veces la distancia se toma represalias.


Otras veces, como todos, ella no tiene ni putas ganas de jugar. Y ese día no habrá mesa. Aunque le pidas por favor que se siente mientras se baraja.


Los dados de Dios están cargados.


El Geómetra implacable siempre saca lo que quiere.


Ella discute las apuestas.


Sabe jugar fuerte. Y aunque tenga malas chances, ella llega hasta el final, apurando sus fichas, incluso por alguno que se cree el único pero ni siquiera es uno de ellos.


Ella quiere obtener un montón de cosas cuando juega. Cosas que sólo pueden comprarse con las fichas del casino de Dios.


Una sonrisa, una caricia de madrugada, una sopa de gambas, un hijo, la ansiada paz.


Y quiere morder al mundo, arrancarle a jirones lo que desea.


Porque alguna vez se subió a las faldas del dolor para darle una paliza, y devolverle lo que el maldito dolor le ha quitado.


Ella no cree que cada hombre que pasa sin detenerse es una historia de amor que no se concretará nunca.


Ella descree de las palabras de amor, porque elige los hechos de amor.


Ella le hace el amor a su silencio. Y yo quiero hacerle el amor a ella, saliendo de esta atmósfera rígida e insolvente. Enseñarle partes de su cuerpo que ya ha olvidado, y conseguir que vibre de una buena vez, para que yo vibre a la par.


Ella juega con los cascados dados de Dios.


Ella mantiene su esperanza intacta guardada en un cajón con telarañas.


Se toma un helado con el deseo, y se come hasta el barquillo.


A mí me encantaría mirarla dormir y sonreir como nunca.


Ella juega a los dados, con los dados agrietados de lo que ellos llaman Dios.


Y no sabe.


No sabe que hizo su mejor apuesta.


Ella apostó por mí.


Es una apuesta a futuro.


Tal vez sea una apuesta que nunca se cobre.


Pero yo, a pesar de todo, quiero que gane.

El mensaje Andy.

EL MENSAJE Luciano no veía la hora de salir del trabajo. Cuanto más tiempo pasaba en esa oficina, más oprimido se sentía. Era como una boa que se iba aferrando de él y, desde los pies, lo iba engullendo entre sus músculos fríos y prepotentes. Hoy era uno de esos días malos. En general, a él le gustaba su trabajo y Dios sabía que era absolutamente suficiente para hacerlo bien, e incluso a veces se sentía sobrecalificado.

Al fin y al cabo, no cualquiera es capaz de hacer conciliaciones bancarias. Es una tarea que exige mucha concentración y a veces un poco de creatividad: identificar que el cheque X se condice con el registro Y en el extracto del Banco Comafi.

Esa tarde se la había pasado escuchando música y marcando con sus biromes de colores en las fotocopias de los extractos (los originales los atesoraba de un modo casi avaro en una cajita cuadrada celeste que le habían regalado); y si tuviese que hacer una presentación, digamos a un gerente (cosa que nunca había ocurrido, pero había que estar preparado para una eventualidad), él podría agarrar los extractos originales, y escribirlos con una lapicera de pluma Mont Blanc que descansaba en su portalápices, una pluma casi virgen de rasgos.

Sonaban los Rolling Stones (Esa tarde había sido una tarde stone, sí señor) y él no paraba de mirar la hora. Se le habían dormido los pies, de tanto estar con las piernas cruzadas concentrado en sus papeles.

Cuando se hicieron las seis, Luciano se levantó disparado como un corcho de champagne, y se puso en movimiento, se calzó su mp3 en los oídos para aislarse del medio, se puso su bufanda al cuello, la campera, saludó a todos con un beso (es la costumbre en esa oficina claustrofóbica donde todos estaban tan cerca de todos) y salió a la calle.

Cuando estaba en el ascensor, a la altura del segundo, le sonó el teléfono. Era un mensaje. Se quitó uno de los auriculares del oído (no se sabe para qué, no había que oír nada, sino leer) y abrió su celular.

El sms decía:

"quiero aclararte algo: está todo bien con vos, pero yo estoy muy enamorada de mi novio, y no quiero hacer nada que pueda si quiera dar un mínimo lugar a perderlo a él y a lo que tenemos. No va a pasar nada entre nosotros, yo te siento un amigo solamente".

No era para él.

Se dio cuenta inmediatamente por dos motivos: uno, no venía de ninguno de sus contactos; dos: que él recordase, no había estado cortejando a nadie. Pero a él le pareció interesante. Más allá del error ortográfico ("siquiera" se escribe todo junto, no separado como lo había escrito ella) la prosa no estaba mal. Era contundente, terminante, pero conservaba cierta clase de cuidado en la elección de las palabras.

Luciano leyó otra vez el mensaje y sonrió. ¿Quién sería? ¿Quién hubiera sido capaz de enviar un mensaje de este tipo y no verificar una y otra vez que fuese a la persona correcta?

Él, que hacía conciliaciones bancarias, sabía lo importante que es adjudicar a cada uno lo que le corresponde... la aplicación brutal de la justicia platónica. Si el cheque que se le pagó a A, era adjudicado a B, pues se le podía pagar dos veces a la misma persona; o peor aún: podría no pagársele a alguien que lo mereciese.

Como le ocurrió a él. Recibió un rechazo que no se merecía.

Pero volvió a pensar. Probablemente la chica en un arranque de terror (su novio seguramente le miraría los mensajes a escondidas) borró al susodicho pretendiente de sus contactos, y luego escribió el número de memoria para despedirse de él.

Entonces, decidió defenderse de eso. Tomaría el lugar del rechazado, sólo por una vez. Sólo por intentar rescatar al indefenso.

Carraspeó. Pensó.

Y le contestó:

"No me parece justo esto. Primero que nada creo que al menos debieras habérmelo dicho cara a cara. Y segundo, no creas que me voy a quedar así. Te quiero y voy a pelear por vos."

Salió el mensaje.

Se quedó mirando el teléfono como si supiera que iba a responder enseguida. Pero no lo hizo.

Se subió al 23, pagó su boleto y empezó a viajar, sin dejar de escuchar la radio.

Cuando llegó a casa y subía en el ascensor (pareciera que los mensajes de ella siempre llegaban en el ascensor) ella respondió:

"Estás enojado?"

La respuesta de él salió disparada justo antes de meter la cerradura en la puerta.

"No, no estoy enojado, estoy triste. Me dijiste que no eras feliz con él, pero sin embargo querés seguir adelante con eso."

Entró a casa, y puso la pava para tomar unos mates, mientras encendía la tele. Su compañero de de departamento estaba de viaje, en La Pampa. Así que tenía la casa para él solo. Puso los pies sobre la otra silla y empezó a relajarse. El día había acabado y comenzaba el rato que él disfrutaba. Miraba a Pettinatto, pero no se reía. No le importaba otra cosa que la respuesta de ese teléfono.

Hasta que llegó.

"Es verdad lo que decís, pero yo lo elegí. Yo quise estar con él. Lo busqué, lo conquisté y lo encontré. Tengo que ser consecuente".

"Consecuente"... brumosa palabra. ¿Quién sería? ¿Qué edad tendría? Si hablaba de "novio", digamos que veintipocos, hasta treintimuchos. La imaginó con el pelo rizado, castaño, una nariz pequeña y respingada, unos ojos verdes o miel; una persona joven que sin embargo ha vivido.

Le contestó:

"Él es un tipo muy afortunado. Demasiado. No sabe lo que tiene al lado. Sin embargo, yo siempre preferiría estar con alguien que sepa qué clase de persona soy, lo que siento. Alguien que quiera un futuro conmigo, y no alguien que viva tan desprejuiciadamente el momento; o que no me trate como es debido".

Luciano escribía esto con conocimiento de causa. Había estado allí, en el lugar de ella. Sintiéndose deshonrado, infravalorado, incomprendido.

La respuesta no llegó hasta entrada la noche.

"Me llamás?"

Luciano miró el teléfono.

¿Cómo saldría de ésto? ¿Cómo explicarle a ella que él no era la persona que conocía? ¿Cómo contarle sus propios sentimientos y no los de otro?

Porque de repente leer sus mensajes era como escuchar su voz. Una voz que lo rechazaba suavemente, dando la posibilidad de invitarlo a pelear por ella. ¿Cómo le explicaría que todo comenzó con un error involuntario, una jugada del azar que le envió un mensaje que no correspondía, de una mujer que no lo conocía, pero a la que tal vez podría amar?

No, no podría explicarle eso. Es imposible.

Sin embargo empezó a marcar el número de ella.

Andy ( murmullos descuidados )

Y los vuelvo a torturar con mis letras:

(****)

Cuando cayeron en la cuenta, ya era casi de noche.

Se tomaron otro café, y afuera lloviznaba. Él notaba que ella estaba rumiando algo. Aunque supo lo que se cocía en su cabeza, se hizo el distraído. Era un especialista en eso. Anduvieron por Atocha, la estación, y ella obedeció a un impulso cruel pero puramente de conservación. Pasaron por la estación y preguntó:

- ¿Tienes billete de vuelta?
- No. No sabía a qué hora volvería.
- Ven.

Y lo tomó de la mano. A él le supo a gloria. Esos dedos delgados, diminutos. Esa mano suave que calzaba a la perfección dentro de la suya, que de todas maneras no era demasiado grande. La mente desatada rumbo a no se sabe dónde. Se metieron en Atención al Cliente. Estaba lleno, pletórico de gente. Tomaron un número de esas máquinas que los expenden, y esperaron. Él quería besarla, pero parecía que ella no estaba por la labor. Ella quería besarlo pero estaba extenuada del miedo. Apenas podía moverse. Cuando los llamaron después de un largo rato, ella se adelantó dejandolo con un palmo de narices. Sacó un billete para el último tren. Saldría dentro de seis horas. Pagó ella. Él quedó anonadado.

- ¿Que hacés?
- ¿“Qué hacés”? -imitó ella, mal por cierto, su acento- Nada, es un regalo de cumpleaños.
- Pero si aún falta.
- No importa. Déjame. Tengo ganas. -Él hubiera dejado que ella hiciera cualquier cosa-.
- Pero…
- Pero nada, ¿tanto orgullo de macho ibérico has adquirido en este poco tiempo?
- Me da vergüenza.
- Vergüenza es robar. Yo te hice un regalo. ¿Es que nunca te hacen un regalo?
- No.
- Bueno, estamos debutando.

Él observó silente su boca que sonreía, enmarcada en ese pelo tenebroso y rebelde. Supo que podía amar a esa mujer por mucho tiempo. Pero… algo sobrevolaba en su ánimo. Una especie de zeppelin oscuro y venenoso. Decidió ignorarlo. Con el tiempo, aprendería a ignorar como un especialista este tipo de sentimientos, sensaciones e ideas. Idea entra, idea sale. Cero proceso. Un mecanismo peristáltico. Lo malo sería automáticamente eliminado. Descartado.

Pero aún faltaba mucho para eso.

- ¿Qué hacemos ahora? –se atrevió a preguntar él.
- Tomemos una cerveza y veamos lo que pasa.

Él sonrió, porque eso le recordaba una canción de Arjona. Pero le parecía que había que cambiar cerveza por tequila. Daba igual. Al acabar la cerveza pidieron otra. Al fin lo dejó pagar a él.

Él se puso a recordar a gags de Les Luthiers. Cuando llegó a Yogurtus Unghe, ella se reía tanto que no podía parar. Eva se levantó de repente y dijo…

- Me estoy meando.
- Oh. ¿Y por qué no vas al baño?
- Porque mi casá está a 40 metros. ¿Vamos?

Por supuesto que él asintió. Era un séptimo piso. Lo perseguían los séptimos.
Cuando entraron, Ernesto sintió una desolación única. Eso era una casa, pero no un hogar. Un televisor enorme. Un equipo de música extraordinario. Un sofá bonito, blanco, inmaculado. Dos gatos gordos, castrados, que daban vueltas por ahí y que le daban la bienvenida a Eva. Ella los alzó alternativamente, y les besó las trufas. Le ofreció un té. Él –que odiaba el té- dijo que de acuerdo. Dejó su bolsa castigada por los kilómetros en un sillón y se sentó, callado. Ella tampoco hablaba. Lió un porro. Le ofreció. Él declinó la invitación.

De repente tal vez envalentonada por las cervezas, y el peta, ella dijo:

- No estuvo mal lo de los besos, ¿no?
- Para nada.
- ¿Repetirías?
- Por supuesto.
- Bueno, superemos este momento, a ver qué pasa.

Y ella, ella… ella lo besó a él. Fue como volver a empezar. Como besar de nuevo a alguien por primera vez. Estaban en un nuevo ambiente, un entorno diferente, más acogedor. Se abrazaron fuerte. Ella le lamía los labios y sonreía de un modo leonino. Como una leona satisfecha. Pese al adrenalínico momento, la autoestima de Ernesto no estaba en su mejor momento. Le dolía su sobrepeso y no le dejaba disfrutar del todo el momento. A ella no parecía importarle. De todos modos él se sentía díscolo. Se resistía a su realidad inmutable por ahora.

Tenía que hacer algo. Entonces acudió a sus aliadas eternas, a aquellas que nunca le fallaban. A su Viagra emocional.

Le echó encima a Eva una avalancha de palabras.

Se acercó a su oído, mientras ella lo apretaba fuerte, muy fuerte. Y comenzó a hablar sin rumbo. E hizo la primera pregunta:

- Decime ¿qué sería de nosotros sin nosotros...?

Ella no entendió nada. Y él empezó a escribir. Literalmente a escribirle un relato en el oído. Perdió el control de si mismo, y las perras negras (como las llamaba Cortázar) hicieron su trabajo

- Uno que no entiende las voces del mar no es uno más.... es alguien que busca, en los pliegues de una piel celosa y gris, un minuto de calma. –ella se despegó por un instante de él, y lo miró… él tenía los ojos cerrados.- Porque aún no puedo olvidar, me esfuerzo en recordar lo poco que me queda. Porque si olvidase perdería el rumbo. Si no siguiese buscando escondería a mis ojos la sonrisa. Quien perdiese el rumbo del Haz olvida el rostro de su padre. Quien llorase por aquello que no merecía tener (ni perder) será castigado con más deterioro y olvido.
- ¿Qué dices, cielo?
- Shhh. Déjame seguir. Y citó a Dolina: “Dicen los que saben que en Flores hay una fuente de la vejez”.
- ¿Qué es Flores?
- Un barrio de Buenos Aires. En Flores, casi donde se acaba la ciudad. –bueno, aún le restan a la ciudad Floresta y Liniers antes de entrar en Ciudadela- Una fuente de la que nadie puede evitar beber porque tarde o temprano habrá sed. Y los que beben (o sea todos) están condenados a envejecer, arrugarse, achicarse y morir algún día. Por eso miro la luna una vez más. Y compro la noche con monedas ajenas y gastadas. Ella no quiere más.
- Cariño…
- Aquellos quienes crean que traducir es traicionar comprenderán el dolor de no saber las palabras exactas para decir el deseo. Porque desear es fácil, pero si uno no sabe expresar ese deseo, alto y claro, muy probablemente sucumba ante él sin poder saciarlo. Caprichos de ser occidental, el deseo solo existe en tanto su saciedad, no en tanto su supresión.
- Claro… los orientales escapan al deseo, nosotros somos hedonistas.
- Dejémosle eso a quien usan el ying y el yang, como voces en la niebla. Si quiero esconderme de vos, seré castigado. Si me muestro a vos, seré castigado. Si me quedo quieto, seré castigado.

Se hizo un silencio intenso y sólido como un lingote de plomo. Y ella lo tomó de la mano y lo llevó a la habitación que estaba oscura y fría.

Se tumbaron en la cama. Primero mirando el techo. Ella se le echó encima, muy a su estilo. Él quedó sorprendido. Estaba tan acostumbrado al dominio, a la masculinidad vacía, a la tierna gimnasia, que el hecho de que ella tomase la iniciativa de un modo tan peculiar lo desconcertaba.

Pero lo besaba tan bien…

Hacía milenios, no recordaba cuánto que no sentía que lo besaban con ganas, con algo que va más allá del deseo puro y duro.

Y hablando de durezas. Había una que parecía no haber sido invitada. Él empezó a pensar qué estaba pasando. Cuando se besaban en el parque estaba empalmado como un quinceañero –él pensó dieciseisañero, pero la verdad no sabía si existía esa palabra- Y lo mismo en el sofá. Pero ahora, a la hora de la verdad, estaba extrañamente desangelado.
Pero él sabía que era un mensaje.

Entonces comenzó a desnudarla con una fluidez envidiable –ni siquiera tuvo inconvenientes con el sujetador, joder, corpiño, ya pensaba en castellano- se puso de rodillas en la cama, a su lado… la vio desvestida, radiante, luminosa, extendida a lo largo del tálamo. Y comenzó a besarle el cuerpo con un ardor pacífico deslumbrante. Muy delicadamente, con la palma de su lengua, ajustándose a sus contornos, siguiendo la línea de sus curvas. Era Ernesto que aspiraba a besar sus redondeces. Sí... esas maravillosas formas que la naturaleza creó para el disfrute de los seres humanos. Esas turgencias que se relacionan directamente con la proporcion áurea de Leonardo y Luca Paccioli.

Redondeces.

Redondeces que esconden vidas. Que tienen un interior pletórico de pequeños latidos, y que significan mucho más que la incipiente forma que hoy definen.

Redondeces como las curvas de su cuerpo. Las formas maquiavélicas que le enseñaban que el fin justifica los medios. Los medios de sus redondeces. La mitad de su deseo se escondía en la bisectriz de su piel.

Le hizo una jaula de saliva en el vientre. Y ella se dejaba hacer. Un barrote desde su monte de Venus hasta la base de sus pechos. Y otro barrote. Y otro. Y en la noche tenue y peligrosa, esos barrotes brillaban con un fulgor argentino.

No podía parar de hacerlo. De mojarla con su fluido gris y sustancioso. Con su barba de tres días, un molusco hirsuto recorriéndola de norte a sur.

La belleza mística de una leve pulsión desmedida. La pertinaz angustia de pensar que el instante de la pasión se acabará de un momento a otro.

Entonces él lo prolongaba, y ella se dejaba hacer. Estaba una de sus piernas apoyada sobre el sexo de él. Y percibía esa inmovilidad. Y a ella le resultaba extraño. Siempre que estaban con ella, conseguía volver a los hombres locos de deseo, conseguía que quisieran penetrarla cuanto antes, con urgencia. Y sin embargo él mantenía el control. Y eso a ella, de un modo misterioso, la fascinaba.

Pero él también, no te creas. Él sentía ahora que tenía una misión. Hacerla sentir deseada más que nunca. De un modo salvaje y sosegado, apacible y brutal.
Sus redondeces. Desvaríos. Irrigaban a su sueño milagroso los adjetivos de esta nueva belleza. Redondeces que crecen y si no le importaba a él, ni le importaba a ella, a nadie más le incumbiría.

Formas curvas que llevan el deseo al punto álgido. Arcos derivados que ponían su cuerpo parcialmente en cénit. Eses que formaban sus piernas (las de ella) cuando vencen a la almohada, pero se dejan vencer por su insistencia (la de él).

Ondulaciones sagaces que seducen y atraen indefectiblemente. Ondas en la geografía de su cuerpo infinito, al que solo quería besar para encontrar un tatuaje de estrellas. No rosas. No soles.

Recodos múltiples en la orografía, circunvoluciones en el plano de su desolación infinita. Rizos perpetuos que lo alejaban de la cordura. Vueltas que lo llevaban a un lugar más allá de la prudencia.

La hélice de luces de su boca (la de ella) que lo invitaba a dejar la cautela a un lado y pensar que no es tan rápido este ocaso... que simplemente es el producto de una larga (dulce) espera.

Meandros de un Estige que quería navegar sin remos, empujado solo por las ganas de amar que lo desbordaba. Festones delicados, como el zigzag de sus rodillas. Recovecos misteriosos como el hueco de sus codos, y la elipse de sus axilas. Vuelcos peligrosos como el de sus vértebras asomándose a su piel en el rato en que él le masajeó el cuello.
Parábolas contagiosas como sus nalgas (las de ella) obtusas y tachonadas de sus besos (los de él). Rodeos a la astucia como sus pechos enhiestos y prudentes, que por algo se llaman senos.

Redondeces. Curvas, ondulaciones. Meandros. Recovecos. Recodos.

Sólo hubo una recta en su realidad (la de ellos). Y maldita sea, es la distancia que los separaría horas más tarde.

********

Cuando Eva se puso la ropa, luego de verlo dormir, de escuchar el ritmo de su respiración, de escapar a la tenue ternura que sucede al orgasmo, tomó una decisión.

Se tumbó a su lado. Lo abrazó. Estar con él era peligroso. Olía diferente. Olía a felicidad. Olía a emoción.

Entonces tomó una decisión.

Cuando lo acompañó los pocos metros que los separaban de la estación de Atocha, y luego de besarlo larga, dulcemente le dijo, con la máxima suavidad que pudo:

- Sabes que esto no se repetirá, ¿no?
- Lo sé –dijo él, sin pensar, le habría dicho que sí incluso si ella le pidiese que se zambullera de cabeza al Infierno-. Adiós.
- Adiós, cariño.

Todo lo que se ha contado de esas horas es lo que pudo haberse contado. El resto de los besos, los abrazos, los gemidos, las palabras dichas perezosamente, la noche insidiosa; y el tiempo que no hacía más que correr, queda entre las cuatro paredes de ese cuarto, y en la imaginación del amigo lector.
Cuando el tren se fue, ella lo miró partir, y se puso a llorar mansamente.

("Atocha", Capítulo 6, subcapítulo 66)

lunes, 16 de enero de 2012

El sabio

El Sabio
Un sabio, cierta tarde, llegó a la ciudad de Akbar. La gente no dio mucha importancia a su presencia, y sus enseñanzas no consiguieron interesar a la población. Incluso después de algún tiempo llegó a ser motivo de risas y burlas de los habitantes de la ciudad.

Un día, mientras paseaba por la calle principal de Akbar, un grupo de hombres y mujeres empezó a insultarlo. En vez de fingir que los ignoraba, el sabio se acercó a ellos y los bendijo.

Uno de los hombres comentó:

- "¿Es posible que, además, sea usted sordo? ¡Gritamos cosas horribles y usted nos responde con bellas palabras!".

"Cada uno de nosotros sólo puede ofrecer lo que tiene" -fue la respuesta del sabio-.

Galletitas

Cuentos

GALLETITAS.


A una estación de trenes llega una tarde, una señora muy elegante. En la ventanilla le informan que el tren está retrasado y que tardará aproximadamente una hora en llegar a la estación.
Un poco fastidiada, la señora va al puesto de diarios y compra una revista, luego pasa al kiosco y compra un paquete de galletitas y una lata de gaseosa.


Preparada para la forzosa espera, se sienta en uno de los largos bancos del andén. Mientras hojea la revista, un joven se sienta a su lado y comienza a leer un diario. Imprevistamente la señora ve, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, agarra el paquete de galletitas, lo abre y después de sacar una comienza a comérsela despreocupadamente.


La mujer está indignada. No está dispuesta a ser grosera, pero tampoco a hacer de cuenta que nada ha pasado; así que, con gesto ampuloso, toma el paquete y saca una galletita que exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente.


Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galletita.
La señora gime un poco, toma una nueva galletita y, con ostensibles señales de fastidio, se la come sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho.
El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, el muchacho cada vez más divertido.
Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete queda sólo la última galletita. " No podrá ser tan caradura", piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a las galletitas.
Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galletita y, con mucha suavidad, la corta exactamente por la mitad. Con su sonrisa más amorosa le ofrece media a la señora.


- ¡Gracias! - dice la mujer tomando con rudeza la media galletita.
- De nada - contesta el joven sonriendo angelical mientras come su mitad.
El tren llega.
Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: " Insolente".
Siente la boca reseca de ira. Abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado, su paquete de galletitas... ¡Intacto!

Autor: Jorge Bucay.

martes, 3 de enero de 2012

La última pelea

La última pelea [*]

Laura Chalar [**]



Después del combate en Buenos Aires, empecé a sentir que el apoyo de los hinchas había bajado. Que ya no los tenía en el bolsillo, dispuestos a jugarse hasta las medias por Helmut. Y era mucho más grave que el efecto habitual de una derrota por nocaut. Porque yo había supuesto, después de la paliza que le dio el Pichón, que se iban a poner en contra del pobre bicho. Pero nunca me imaginé que la bronca iba a ser contra mí. Yo no era más que el sparring. Y el propietario, claro. Pero que no me vengan con boludeces.

Sí, lo que más me jodió fue que empezaran con todo el tema humanitario y demás. Sobre todo la prensa. De golpe ya no era Helmut, sino "el infortunado animal" o "ese desgraciado pájaro". Mal de entrada, porque, por si no lo saben, un pterodáctilo no es un pájaro. Es un antepasado de los pájaros. Un pajarraco, en todo caso. Qué sé yo. Pero lo que me daba más bronca era eso, que empezaran ahora con todo el tema del estado de salud del bicho, su debilidad, etcétera, como si no hubieran sido ellos, los hinchas, quienes pusieron de moda la lucha de animales prehistóricos. Quienes lo convirtieron en una pasión mundial, un negocio que mueve millones, como antiguamente fuera el fútbol. Me gustaría saber quién planteó cuestionamientos éticos cuando se empezaron a crear los bichos. Sí, ¿o te pensás que los animales prehistóricos existen naturalmente en nuestro mundo? Por si no te acordabas, se extinguieron. Sí señor, se extinguieron. Cualquier nene de escuela lo sabe. Los pterodáctilos, en particular, son de la Era Mesozoica. Eso lo sé porque yo los crío. Para la lucha. A mí me gusta estar informado, porque a veces la gente pregunta, los periodistas preguntan. Bueno, cuestión que son seres que vivieron hace unos 150 millones de años. Pavadita, ¿no? Bueno, cuando los científicos empezaron a experimentar con la recreación, que así le llamaban en aquella época a fabricar animales extinguidos, ese tema de las células y los tejidos y usar los fósiles como modelo y yo qué sé qué más, bueno, todo eso que hoy es re-normal pero en su momento fue una novedad, nadie se cuestionó el aspecto ético. Nadie dijo que estuviera mal recrear triceratops y cleptodontes y brontosauros para los zoológicos, para mascotas de nenes de plata, para la lucha o para el aceite.

Al final, como todo el mundo sabe, se empezaron a usar sólo para la lucha y, en el caso particular de los pterodáctilos, para el aceite. Y dejaron de recrearse para zoológicos y mascotas. Después de lo que pasó con los chicos de aquella escuela de Minnesota, los que fueron al zoo para el paseo de fin de año. Y lo de la hija del presidente de México, pobrecita, que fue más o menos por la misma época. Porque la regla general es que los animales prehistóricos son medio bravos. Incluso los pterodáctilos. Helmut era una excepción, era bastante mansito, salvo cuando lo hacían enojar. Yo lo sé porque los crío. A Helmut no. A él lo compré. Yo en esa época todavía no criaba. Lo compré cuando era un charaboncito. Puro pico, todavía no le habían salido esos dientes largos que tienen los pterodáctilos, y el cuerno en la cabeza era apenas un chichón. Tenía las alas flacas y las patas largas, parecía un tero, salvo que claro, los teros son chiquitos, un pterodáctilo adulto puede llegar a medir hasta diez metros con las alas extendidas, y los charabones miden como dos metros. Después que empezó a entrenar fue como que se le puso más gruesa la membrana. Un pterodáctilo campeón tiene que tener las alas bien membranosas, si son muy finitas lo hacen pelota, no dura nada. Tiene que tener fuerza en las alas. Una vez un nene me preguntó por qué los pterodáctilos no tenían plumas, si eran pájaros. Yo siempre digo lo mismo. Pájaros no. Antepasados. Son pajarracos prehistóricos con alas como las de un murciélago.

Tuvimos una época dorada con Helmut. Ganaba todas las peleas. Ahí fue que me empezó a ir bien, que le compré la casa a los viejos, me compré la Bemba para mí, empecé a empilcharme mejor. Antes, mirá si yo me iba a poder comprar un Versace. La ñata contra el vidrio total. Pero el bicho empezó a rendir, y no te digo que me llené de guita, pero nos iba bien, qué sé yo. La lucha de pterodáctilos siempre movió más gente que, por ejemplo, la de tiranosaurus. Porque los tiranosaurus, por el tamaño, tienen problemas para moverse. Sumale a eso que son medio buenasnoches. Entonces es una lucha lenta, pesada, un poco como las peleas de esos gordos japoneses de tanga que había antes. Además tienen unos bracitos chiquitos y no se pueden arañar ni nada, entonces es una lucha a mordiscos nada más, y a veces coletazos. Y la única forma de que uno le gane al otro es que lo tire al suelo. Pero como son de pata grande, demoran mucho en caerse. No es emocionante, qué sé yo. Dan vueltas el uno en torno al otro y no pasa nada. Es por cansancio. En cambio los pterodáctilos vuelan. Eso ya lo hace más movidito. A veces planean, luchan en el aire, y a veces se la dan en el suelo, tipo riña de gallos. Además gritan, que otros bichos no, no hacen ruido, como los tiranosaurus, que más de un gruñido así, medio ronco, no les sacás. Pero los pterodáctilos tienen esa mezcla de graznido con cacareo que está buenísima. Y Helmut siempre fue gritón. A veces levantaban tal polvareda en la pelea, que no te dabas cuenta quién iba ganando más que por los graznidos de triunfo que se mandaba. Kwraaaaak, kwraaaaaaaaaaak, una cosa así, y era que de repente le había sacado un ojo al otro.

Cuando le ganamos al Aguilucho de Papantopoulos, lancé la línea de productos. Esa había sido una muy buena pelea, aparte que el Aguilucho era campeón sudamericano, y entonces me dije que había que sacar partido de todo eso. Empecé con los peluches para niños. Claro que el muñequito era muy tierno, estaba diseñado para el público infantil y no se parecía demasiado a Helmut, que tenía los dientes muy filosos y esos ojitos malignos, brillantes, que hasta a mí me daban escalofríos. Y eso que era mansito, pero en la lucha se transformaba. Bueno, era un peluche, todo simpaticón y gordito, no fibroso como Helmut. Y se vendió muy bien. Entonces largué las remeras, las tazas, los posters, qué sé yo, todo el resto. El álbum de figuritas vino después. Estaba bueno porque no era sólo de él, tenía también a los rivales que había derrotado. Del Aguilucho pusimos una página entera, y le tiré unos pesos a Papantopoulos, que estaba sin un mango desde la derrota.

Yo creo que el bicho me quería. Después de cada pelea, yo lo frotaba con un tónico especial que compraba para él. Se lo pasaba por las alas, le masajeaba las membranas, y ya no me daba tanto asco como al principio. Después se lo fregaba por todo el cuerpo, despacito, sonriendo para los flashes. Si había sangre en el pico, se la limpiaba. El me dejaba hacer, se quedaba muy quietito y no graznaba; de no haber sido por esos ojitos malévolos, podría haber parecido cariñoso. Menos mal que nunca se avivó de que entre los ingredientes del tónico estaba el aceite de pterodáctilo, que por esa época empezaba a ponerse de moda. Decían que servía hasta para el cáncer. A mí alguna vez me curó un herpes.

Siempre dábamos conferencia de prensa. Yo me sentaba atrás de una mesa llena de micrófonos, frente a todos los periodistas, y Helmut se perchaba en el respaldo de uno de esos sillones grandes, con las alas plegadas y mirando para todos lados. Estaba inquieto porque quería irse a cenar y a dormir a la jaula. Es que quedaba agotado. Por lo general, después de una victoria importante yo le daba premio. Me explico. Como los científicos decían que los pterodáctilos de la Era Mesozoica comían pescado, Helmut comía pescado. Yo no quería correr riesgos. Le daba salmón, sobre todo después de que ganó el Torneo Mercosur. Pero al señor no le gustaba el pescado. Le gustaba el pop. Así como te digo, el pop. Entonces yo cruzaba hasta el cine de enfrente y le compraba el grande, que venía con la Coca también grande en una promo de treinta y cinco pesos. No te imaginás cómo se lo comía. En dos segundos. La Coca me la tomaba yo, a él le hacía mal. Pero sólo cuando ganaba una pelea grande. Era un premio.

Cuando empezó a decaer, obviamente fui el primero en darme cuenta, aunque los otros sparrings tampoco eran tarados. Un día Papantopoulos me dijo que el tema era que yo nunca había querido cruzarlo, que el bicho tenía la líbido retenida y eso le hacía mal. Para mí al contrario, le daba más agresividad. Papantopoulos me lo decía porque él tenía una hembra y lo quería usar a Helmut de semental. Pero yo no quería que se me distrajera. Pensé que si probaba una vez iba a andar siempre alzado y eso iba a ser un problema mucho mayor que la ganancia que me pudieran dar los pichones.

La realidad es que el animal estaba envejeciendo. Nadie tiene muy claro cuánto vivían en la prehistoria, pero hay que tener en cuenta que éstos son bichos de probeta o hijos de bichos de probeta. Son algo artificial. Tres, cuatro años, y ya la edad se hace sentir. A Helmut le empezaron a pesar las alas, y se le notaba. Ojo, al principio no perdía. Seguía ganando, no en vano era el campeón Mercosur y el de la Copa Federación Internacional, pero le costaba, incluso con adversarios de medio pelo como Pericles, que estaba entrenado por Papantopoulos para ser el sucesor del Aguilucho pero dejaba que desear. Le costaba, sí, pobre. Pero yo tenía gastos. Viste cómo es, cuando te acostumbrás a vivir con mucha guita, con ese tren de vida, no hay quien te pare. Así como la ganás la gastás. Y en ese entonces también estaba Susy. Que se había venido a vivir conmigo y era culo veo, culo quiero, ay que la carterita, el anillo, el tapado, qué sé yo. Después bien que se borró, ella me dijo que no aguantaba más los graznidos de Helmut de noche, que le ponían la piel de gallina, pero no era eso, porque cuando chillaba en las peleas no le provocaba nada, y además los graznidos nocturnos no eran siempre, eran sólo cuando tenía pesadillas, pobre bicho. No, no fue eso, fue que se la vio venir, vio que se iba a complicar, y habrá dicho mejor voy consiguiendo un viejo con guita en serio, la muy yegua.

Había que seguir peleando. Yo tomé medidas, más tónico, suprimí el pop, cambié de veterinario. Pero no había caso, empezaron los papelones y los sponsors se empezaron a borrar. También empezaron las cartas. Me acuerdo la de la Protectora de Animales, ésa era muy correcta, de nuestra mayor consideración, nuestras respetuosas sugerencias, etcétera. También había una que firmaban cuatro o cinco viejas finolis, Mercedes Nosequé de Nosecuánto, etcétera. Y después las anónimas, siempre hay cobardes que no dan la cara, con insultos y demás. Se ve que pensaban que yo era un sádico. A nadie se le ocurrió que yo tenía un nivel de vida que mantener. ¿Qué se pensaban, que para mí era fácil verle la mirada al bicho? Ya no tenía ese brillito cruel en los ojos: los tenía como velados, como muertos. Me miraba como si no me viera. Una vez, después de que lo revoleara una gallineta lamentable que trajo Papantopoulos, la gente se puso a abuchear. Yo aún no había captado que era contra mí. Pensé que era contra Helmut. Y no me cabe duda de que él también se dio cuenta, que pensó lo mismo. Los animales tienen esa sensibilidad, viste. Incluso los animales feroces. Esa noche, a pesar de que había perdido, crucé al cine a comprarle pop. Pero se negó a probar bocado. Estoy seguro de que sentía que no se lo merecía.

Después del combate en Buenos Aires, todo se precipitó. El Pichón estaba en boca de todo el mundo, era casi un charabón y miren la paliza que le había dado a Helmut. Yo me moría de vergüenza porque el Pichón era de Gorfinkiel, y Gorfinkiel era un baboso, perder con él era peor que perder diez veces con un bicho de Papantopoulos que, al fin y al cabo, es casi un amigo. Además estaba todo el tema humanitario de por medio, y ya te dije cómo me jodía la hipocresía de todo eso, ahora le venían los escrúpulos a toda esa manga de sanguinarios. Aparte hubo mil humillaciones, un día me llamó un brasilero que tenía un circo, me hizo una buena oferta, te lo vamos a tratar bien, buena comida, no va a tener que hacer esfuerzos grandes, el látigo es de juguete y no lastima, va a pasar sus últimos años en paz. Y no era una mala oferta, el tipo sabía que con un campeón de la talla de Helmut iba a vender unas cuantas entradas, pero yo me imaginé al bicho, con toda su trayectoria y sus antecedentes, dando vueltas como un nabo adentro de una carpa remendada, y te juro que se me revolvió el estómago. Era demasiado humillante. Otro día me llamaron de Pteroil, ya sabés quiénes son, los capangas del aceite de pterodáctilo, y te juro que los mandé a cagar. Al Gerente Financiero, le dije, váyase a cagar. Claro, habían visto qué negocio iba a ser el aceite de Helmut. Hijos de puta. Se pensaban que yo iba a ser capaz de matarlo para darles de ganar a ellos.

La idea del Desafío Helmut fue de Papantopoulos, cuándo no. El siempre tiene esas ideas marketineras. Y conste que él no ganaba nada con eso, era un bicho mío y un rival para el Aguilucho y para Pericles. Pero igual me lo planteó. Por qué no tirás un desafío. Gorfinkiel agarra viaje seguro. Pero publicitalo bien, armá todo un carnaval con el tema. Desafío Helmut, el Retorno de un Campeón. Algo así. Yo le dije, vos estás loco, y después me lo hacen harina. No, pero no seas boludo, lo entrenás bien, lo ponés en estado físico, no lo mandás a la guerra con un escarbadientes, ¿me entendés? Y yo me enganché con la idea.

El resto lo sabés bien. Gorfinkiel acababa de lanzar al hermano del Pichón y lo estaba promocionando como loco. Le vino bárbaro el Desafío, y me aceptó sin problemas la condición de tres meses de plazo para entrenamiento. Le venía bien, me dijo, para hacer la campaña. Y fue como una campaña electoral, banderas, jingles, no faltó nada. Hasta promotoras con pollerita, contrató a los mejores culos de la vecina orilla y yo lo mismo pero de Montevideo. Se levantaron apuestas a lo loco. A pesar de que Helmut, o mejor dicho yo, estaba en la mala, los hinchas se la jugaron. Debe haber sido porque yo cada tanto daba una nota con el bicho, en casa, en la cancha, donde fuera, y lo veían en buen estado físico, entusiasmado, qué sé yo. En realidad era una pichicata que le daba el nuevo veterinario, yo no quería saber mucho y hacía un poco la vista gorda, que Dios me perdone.

Bueno, toda la fanfarria, qué sé yo, no te la voy a describir porque vos la viviste. Lo mismo la pelea. Vos la presenciaste, y sabés, porque tuve la franqueza de decírselo a la prensa, que a los tres o cuatro minutos supe que lo había condenado, que yo había sentenciado a muerte a Helmut. La polvareda era terrible, no se veía nada. Lo supe por los graznidos aterrorizados de Helmut, y era como escuchar llorar a mi hijo. Al hijo que no tengo. La gente gritaba, pero no eran solamente los gritos exaltados de los hinchas, muchos querían parar la pelea, hasta los que habían apostado por el hermano del Pichón. En el palco de enfrente, el palco visitante, estaba Gorfinkiel, pero con la polvareda y todo eso era imposible distinguirle la cara. Tampoco quería. Por momentos el polvo se disipaba y los veía, un ala, un pico, las fauces. Por fin pitaron y terminó. Ya sabés cómo fue todo, esos últimos minutos, así que no te los voy a contar porque además me agarra como una cosa en la garganta. No recuerdo haber dicho nada ni que nadie me haya hablado, no recuerdo a los fotógrafos que seguramente se empujaban unos a otros, no recuerdo los gritos ni el flash de las cámaras, nada, hasta que el veterinario me puso la mano en el hombro y me dijo que había que darle una inyección, era lo más caritativo. Yo lo miré a Helmut, no te quiero hablar de la sangre y el ala mocha y sobre todo el ojo, pobre ángel, y él también me miró, con el ojo sano, y fue como si me preguntara por qué me hiciste esto, gracias a quién tenés la Bemba y la cadena ésa de dieciocho quilates y la bruta casa en el Este. El sufrimiento que había en esa mirada, porque ya no se podía fingir que era otra cosa, era sufrimiento. Yo le puse la mano en la cabeza, bah, en el cuerno, y le hice una especie de caricia. Nunca lo había acariciado antes. Yo no soy muy de acariciar, Susy siempre me lo recriminaba, capaz que por eso la caricia me salió medio torpe. Después le dije al veterinario, dale nomás. Se lo dije bajito pero él me oyó. Y me di vuelta. Enfrente mío estaba Gorfinkiel, me acuerdo el asco que me dieron esos dientes de oro. No sé qué me dijo, che, lo lamento, algo así, pero no le contesté, si le hablaba era para putearlo. Esa noche me llamaron los de Pteroil, no el Gerente Financiero sino el Encargado de Compras, y esta vez les dije que sí, total, a esa altura qué mierda importaba.

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Segundo Premio de Narrativa en el concurso literario "A palabra limpia", organizado por la Filial Jai de B'nai B'rith en el año 2004

Abogada, crítica literaria y escritora .

domingo, 1 de enero de 2012

Chilano

Los vendedores
por Sebastián Chilano
¿Qué apodo les pondría Tito a esos dos? No sé, y no le puedo preguntar porque ahora Tito no les presta atención. Tito mira, distraído, las villas del otro lado de la ventana. Tito ve pasar los techos de chapas como ve pasar su propia vida. Pero si en vez de mirar tanta miseria, mirara a esos dos, ¿qué apodo les pondría? Porque a Tito le encanta poner apodos. Vive haciéndolo. Incluso creo que lee, a veces, las revistas “del corazón”, como las llama él, para reírse con los sobrenombres que se ponen los famosos. “¿Ves qué somos todos iguales?” me dice, riendo, porque es feliz. Pero cuando no es feliz, y no hojea revistas me dice otras cosas, iguales, pero distintas. “En bolas, a la hora de coger, no hay ricos ni pobres” dice y después de eso casi siempre me coge, aunque yo no tenga ganas. Él es así, medio bestia, pero es bueno. Aunque también sea bastante mujeriego, es bueno. Yo lo quiero. Lo quiero de un modo que él no entiende. Porque sé que no lo entiende. No es culpa de él ser mujeriego, digo, es culpa de esas putas que se le vienen encima. Que le tocan el culo o la pija cuando me descuido. ¿Quién de todas esas no quisiera estar en mi lugar y ser la mujer de Tito?
Creo que Tito al más alto le pondría “Torta Frita”, pero no estoy segura. Quizás yo le pondría “Torta Frita” porque me hace acordar a un amigo de Tito, que solo viene de visita los días de lluvia, según dice Tito, como el mate dulce y la torta frita. Al otro le pondría “Tono” por la voz de pito que tiene, casi insoportable. ¿Cómo puede ser vendedor con esa voz? Por eso deben andar en yunta, para no morirse de hambre, uno por feo, el otro por puto.
Entraron al vagón cuando salimos de Temperley. El Torta Frita intentó vender unos cuadernos para colorear, y El Tono una linterna que además es baliza, todo por dos pesos. Hace unos años le hubiese comprado el cuaderno para Diego, pero ahora Diego no necesita esas cosas. Cuando no anda con nosotros se mete en cosas que mejor ni saber. Y cuando le pregunto a Tito en seguida me arrepiento, es mejor no preguntarle. “¿Para qué querés que esté tu hijo en casa, si cuando está solo nos afana plata o te putea?” me contesta Tito, más o menos así.
Cierro los ojos. Hace un calor de mierda en este tren. Los abro, ahí están los dos. Los vendedores.
Les puedo leer los labios. El Torta Frita y El Tono no se dan cuenta, pero los estoy escuchando. Nadie sabe que puedo hacerlo. Es mi gran secreto. Ni siquiera Tito lo sabe. Lo aprendí de mis padres, aunque no me lo enseñaron, al menos no concientemente, sino que de tanto estar con ellos en la calle, aprendí a leer lo que decían, un poco de sus labios, un poco de sus manos. Sé mucho de gestos.
Por leerles los labios, entendí que El Torta Frita tiene otro apodo, uno que le queda mejor: Panza. Claro. Que boluda. Tanto me concentré en lo fiero de la jeta, que no me di cuenta de lo flaco que es, y si me hubiese dado cuenta de su flacura me hubiese dado cuenta de lo absurda que le queda la panza que tiene debajo de la camisa celeste. Escarbadientes embarazado, le pondría, pero es demasiado largo para ser apodo según las reglas de Tito. El otro, El Tono, se llama Rube. No tiene apodo, simplemente le mutilaron el nombre.
Tito se mueve. Lo miro.
—¿Estás cansada? —me pregunta.
Le digo que no. El me sonríe y apoya la cabeza sobre mi hombro, para dormir un rato.
El Panza nos mira. “Como le chuparía las tetas” dicen sus labios. El Rube hace una mueca. “No entiendo como pueden viajar tantas putitas solas en el tren” dicen El Rube. “Esa no está sola, está con el macho” El Rube se encoje de hombros. “Un día las van a violar a todas” dice El Rube. “Sí, un día vamos a empezar con una y nadie nos va a parar” dice El Panza. “¿Sabés por qué no empezamos?, por los vaqueros” “¿Por los pantalones?” “Sí, no viste que las muy putas se calzan unos vaqueros ajustados hasta el orto. ¿Cómo mierda se los sacás para coger rapidito si están prensadas?” El Rube se ríe. El Panza le pone una mano en el hombro. “¿Y a esa?” “A esa qué” “¿No viste como nos mira?” “¿Será yuta?” pregunta El Panza. “¿Con la pinta que tiene el macho?, ni en pedo” “¿Y entonces?” “Nos debe estar marcando” “¿Para afanar?” “¿Para qué otra cosa si no?” “Para chuparnos la pija” Los dos se ríen.
Tito mueve la cabeza. Lo acaricio. El vagón pega un bandazo. Las argollas colgadas de los pasamanos en el techo se zarandean de un costado a otro. Cuando los vuelvo a mirar, El Panza y El Rube ya no me violan con la mirada. Hay un tercero junto a ellos. Al tercero ya no me dan ganas de ponerle apodo, eso es para Tito, a mí me gusta escucharlos, poner apodos muy seguido me aburre.
“La bandita de los Arce está en el tren” dice el tercero. “Te dije, la concha de su madre” se queja El Rube, bajando la vista hacia su bolsa llena de linternas. El Panza, en cambio, me mira, con odio. “Vos sos un boludo. Hablaste de violar a la vieja, y ahora te la van a dar” “¿Por qué me la van a dar, la concha de tu madre, si fuiste vos el que empezó a hablar?” El tercero se aleja de ellos y pasa frente a mí, sin mirarme. Le va a avisar del peligro a los otros vendedores ambulantes en el tren, supongo. “Yo me largo” dice El Panza. “Pará, no te tirés en movimiento que te vas a matar, esperá la estación” le pide El Rube agarrándolo del brazo.
Los dos se van hacia el vagón siguiente. Y así los veo alejarse, ya sin vender. El tren dobla en una curva y los veo pasar a otro vagón. Tito ahora tiene los ojos abiertos, mirando la continuidad interminable de techos de chapa. Siento que a nuestras espaldas entra un grupo de chicos. Escucho sus voces, sus pedidos de monedas, sus saludos, sus puteadas. Rápidamente se acercan a nosotros. Cinco pasan de largo y el último se para frente a mí.
—Buscá dos vendedores —le dice Tito—. La están juntando fácil y hace rato que no dan nada. Andan en yunta. Uno vende cuadernitos para pintar, y el otro, además de la voz de trolo, vende linternas.
Diego asiente. Lo agarro el brazo.
—Al de los cuadernitos dásela bien dada— le digo.
—Sí, mamá —dice Diego y hace un esfuerzo por soltarse. Como una contorsión.
—Andá, pajerito —le digo—. ¿Qué pasa? ¿Te da vergüenza que tu madre te toque?
Diego se junta con los otros. Uno dice algo y Diego lo empuja. Después, a los saltos, corren hacia el siguiente vagón.
—El de la panza se parecía al Torta Frita, ¿no? —me dice Tito.
—Se parecía, sí.
Tito apoya su cabeza sobre mi hombro y mira, otra vez, como por la ventanilla sucia desfila el paisaje de chapas y basura que vemos todos los días.