sábado, 7 de abril de 2012

Andy ( murmullos descuidados )

Y los vuelvo a torturar con mis letras:

(****)

Cuando cayeron en la cuenta, ya era casi de noche.

Se tomaron otro café, y afuera lloviznaba. Él notaba que ella estaba rumiando algo. Aunque supo lo que se cocía en su cabeza, se hizo el distraído. Era un especialista en eso. Anduvieron por Atocha, la estación, y ella obedeció a un impulso cruel pero puramente de conservación. Pasaron por la estación y preguntó:

- ¿Tienes billete de vuelta?
- No. No sabía a qué hora volvería.
- Ven.

Y lo tomó de la mano. A él le supo a gloria. Esos dedos delgados, diminutos. Esa mano suave que calzaba a la perfección dentro de la suya, que de todas maneras no era demasiado grande. La mente desatada rumbo a no se sabe dónde. Se metieron en Atención al Cliente. Estaba lleno, pletórico de gente. Tomaron un número de esas máquinas que los expenden, y esperaron. Él quería besarla, pero parecía que ella no estaba por la labor. Ella quería besarlo pero estaba extenuada del miedo. Apenas podía moverse. Cuando los llamaron después de un largo rato, ella se adelantó dejandolo con un palmo de narices. Sacó un billete para el último tren. Saldría dentro de seis horas. Pagó ella. Él quedó anonadado.

- ¿Que hacés?
- ¿“Qué hacés”? -imitó ella, mal por cierto, su acento- Nada, es un regalo de cumpleaños.
- Pero si aún falta.
- No importa. Déjame. Tengo ganas. -Él hubiera dejado que ella hiciera cualquier cosa-.
- Pero…
- Pero nada, ¿tanto orgullo de macho ibérico has adquirido en este poco tiempo?
- Me da vergüenza.
- Vergüenza es robar. Yo te hice un regalo. ¿Es que nunca te hacen un regalo?
- No.
- Bueno, estamos debutando.

Él observó silente su boca que sonreía, enmarcada en ese pelo tenebroso y rebelde. Supo que podía amar a esa mujer por mucho tiempo. Pero… algo sobrevolaba en su ánimo. Una especie de zeppelin oscuro y venenoso. Decidió ignorarlo. Con el tiempo, aprendería a ignorar como un especialista este tipo de sentimientos, sensaciones e ideas. Idea entra, idea sale. Cero proceso. Un mecanismo peristáltico. Lo malo sería automáticamente eliminado. Descartado.

Pero aún faltaba mucho para eso.

- ¿Qué hacemos ahora? –se atrevió a preguntar él.
- Tomemos una cerveza y veamos lo que pasa.

Él sonrió, porque eso le recordaba una canción de Arjona. Pero le parecía que había que cambiar cerveza por tequila. Daba igual. Al acabar la cerveza pidieron otra. Al fin lo dejó pagar a él.

Él se puso a recordar a gags de Les Luthiers. Cuando llegó a Yogurtus Unghe, ella se reía tanto que no podía parar. Eva se levantó de repente y dijo…

- Me estoy meando.
- Oh. ¿Y por qué no vas al baño?
- Porque mi casá está a 40 metros. ¿Vamos?

Por supuesto que él asintió. Era un séptimo piso. Lo perseguían los séptimos.
Cuando entraron, Ernesto sintió una desolación única. Eso era una casa, pero no un hogar. Un televisor enorme. Un equipo de música extraordinario. Un sofá bonito, blanco, inmaculado. Dos gatos gordos, castrados, que daban vueltas por ahí y que le daban la bienvenida a Eva. Ella los alzó alternativamente, y les besó las trufas. Le ofreció un té. Él –que odiaba el té- dijo que de acuerdo. Dejó su bolsa castigada por los kilómetros en un sillón y se sentó, callado. Ella tampoco hablaba. Lió un porro. Le ofreció. Él declinó la invitación.

De repente tal vez envalentonada por las cervezas, y el peta, ella dijo:

- No estuvo mal lo de los besos, ¿no?
- Para nada.
- ¿Repetirías?
- Por supuesto.
- Bueno, superemos este momento, a ver qué pasa.

Y ella, ella… ella lo besó a él. Fue como volver a empezar. Como besar de nuevo a alguien por primera vez. Estaban en un nuevo ambiente, un entorno diferente, más acogedor. Se abrazaron fuerte. Ella le lamía los labios y sonreía de un modo leonino. Como una leona satisfecha. Pese al adrenalínico momento, la autoestima de Ernesto no estaba en su mejor momento. Le dolía su sobrepeso y no le dejaba disfrutar del todo el momento. A ella no parecía importarle. De todos modos él se sentía díscolo. Se resistía a su realidad inmutable por ahora.

Tenía que hacer algo. Entonces acudió a sus aliadas eternas, a aquellas que nunca le fallaban. A su Viagra emocional.

Le echó encima a Eva una avalancha de palabras.

Se acercó a su oído, mientras ella lo apretaba fuerte, muy fuerte. Y comenzó a hablar sin rumbo. E hizo la primera pregunta:

- Decime ¿qué sería de nosotros sin nosotros...?

Ella no entendió nada. Y él empezó a escribir. Literalmente a escribirle un relato en el oído. Perdió el control de si mismo, y las perras negras (como las llamaba Cortázar) hicieron su trabajo

- Uno que no entiende las voces del mar no es uno más.... es alguien que busca, en los pliegues de una piel celosa y gris, un minuto de calma. –ella se despegó por un instante de él, y lo miró… él tenía los ojos cerrados.- Porque aún no puedo olvidar, me esfuerzo en recordar lo poco que me queda. Porque si olvidase perdería el rumbo. Si no siguiese buscando escondería a mis ojos la sonrisa. Quien perdiese el rumbo del Haz olvida el rostro de su padre. Quien llorase por aquello que no merecía tener (ni perder) será castigado con más deterioro y olvido.
- ¿Qué dices, cielo?
- Shhh. Déjame seguir. Y citó a Dolina: “Dicen los que saben que en Flores hay una fuente de la vejez”.
- ¿Qué es Flores?
- Un barrio de Buenos Aires. En Flores, casi donde se acaba la ciudad. –bueno, aún le restan a la ciudad Floresta y Liniers antes de entrar en Ciudadela- Una fuente de la que nadie puede evitar beber porque tarde o temprano habrá sed. Y los que beben (o sea todos) están condenados a envejecer, arrugarse, achicarse y morir algún día. Por eso miro la luna una vez más. Y compro la noche con monedas ajenas y gastadas. Ella no quiere más.
- Cariño…
- Aquellos quienes crean que traducir es traicionar comprenderán el dolor de no saber las palabras exactas para decir el deseo. Porque desear es fácil, pero si uno no sabe expresar ese deseo, alto y claro, muy probablemente sucumba ante él sin poder saciarlo. Caprichos de ser occidental, el deseo solo existe en tanto su saciedad, no en tanto su supresión.
- Claro… los orientales escapan al deseo, nosotros somos hedonistas.
- Dejémosle eso a quien usan el ying y el yang, como voces en la niebla. Si quiero esconderme de vos, seré castigado. Si me muestro a vos, seré castigado. Si me quedo quieto, seré castigado.

Se hizo un silencio intenso y sólido como un lingote de plomo. Y ella lo tomó de la mano y lo llevó a la habitación que estaba oscura y fría.

Se tumbaron en la cama. Primero mirando el techo. Ella se le echó encima, muy a su estilo. Él quedó sorprendido. Estaba tan acostumbrado al dominio, a la masculinidad vacía, a la tierna gimnasia, que el hecho de que ella tomase la iniciativa de un modo tan peculiar lo desconcertaba.

Pero lo besaba tan bien…

Hacía milenios, no recordaba cuánto que no sentía que lo besaban con ganas, con algo que va más allá del deseo puro y duro.

Y hablando de durezas. Había una que parecía no haber sido invitada. Él empezó a pensar qué estaba pasando. Cuando se besaban en el parque estaba empalmado como un quinceañero –él pensó dieciseisañero, pero la verdad no sabía si existía esa palabra- Y lo mismo en el sofá. Pero ahora, a la hora de la verdad, estaba extrañamente desangelado.
Pero él sabía que era un mensaje.

Entonces comenzó a desnudarla con una fluidez envidiable –ni siquiera tuvo inconvenientes con el sujetador, joder, corpiño, ya pensaba en castellano- se puso de rodillas en la cama, a su lado… la vio desvestida, radiante, luminosa, extendida a lo largo del tálamo. Y comenzó a besarle el cuerpo con un ardor pacífico deslumbrante. Muy delicadamente, con la palma de su lengua, ajustándose a sus contornos, siguiendo la línea de sus curvas. Era Ernesto que aspiraba a besar sus redondeces. Sí... esas maravillosas formas que la naturaleza creó para el disfrute de los seres humanos. Esas turgencias que se relacionan directamente con la proporcion áurea de Leonardo y Luca Paccioli.

Redondeces.

Redondeces que esconden vidas. Que tienen un interior pletórico de pequeños latidos, y que significan mucho más que la incipiente forma que hoy definen.

Redondeces como las curvas de su cuerpo. Las formas maquiavélicas que le enseñaban que el fin justifica los medios. Los medios de sus redondeces. La mitad de su deseo se escondía en la bisectriz de su piel.

Le hizo una jaula de saliva en el vientre. Y ella se dejaba hacer. Un barrote desde su monte de Venus hasta la base de sus pechos. Y otro barrote. Y otro. Y en la noche tenue y peligrosa, esos barrotes brillaban con un fulgor argentino.

No podía parar de hacerlo. De mojarla con su fluido gris y sustancioso. Con su barba de tres días, un molusco hirsuto recorriéndola de norte a sur.

La belleza mística de una leve pulsión desmedida. La pertinaz angustia de pensar que el instante de la pasión se acabará de un momento a otro.

Entonces él lo prolongaba, y ella se dejaba hacer. Estaba una de sus piernas apoyada sobre el sexo de él. Y percibía esa inmovilidad. Y a ella le resultaba extraño. Siempre que estaban con ella, conseguía volver a los hombres locos de deseo, conseguía que quisieran penetrarla cuanto antes, con urgencia. Y sin embargo él mantenía el control. Y eso a ella, de un modo misterioso, la fascinaba.

Pero él también, no te creas. Él sentía ahora que tenía una misión. Hacerla sentir deseada más que nunca. De un modo salvaje y sosegado, apacible y brutal.
Sus redondeces. Desvaríos. Irrigaban a su sueño milagroso los adjetivos de esta nueva belleza. Redondeces que crecen y si no le importaba a él, ni le importaba a ella, a nadie más le incumbiría.

Formas curvas que llevan el deseo al punto álgido. Arcos derivados que ponían su cuerpo parcialmente en cénit. Eses que formaban sus piernas (las de ella) cuando vencen a la almohada, pero se dejan vencer por su insistencia (la de él).

Ondulaciones sagaces que seducen y atraen indefectiblemente. Ondas en la geografía de su cuerpo infinito, al que solo quería besar para encontrar un tatuaje de estrellas. No rosas. No soles.

Recodos múltiples en la orografía, circunvoluciones en el plano de su desolación infinita. Rizos perpetuos que lo alejaban de la cordura. Vueltas que lo llevaban a un lugar más allá de la prudencia.

La hélice de luces de su boca (la de ella) que lo invitaba a dejar la cautela a un lado y pensar que no es tan rápido este ocaso... que simplemente es el producto de una larga (dulce) espera.

Meandros de un Estige que quería navegar sin remos, empujado solo por las ganas de amar que lo desbordaba. Festones delicados, como el zigzag de sus rodillas. Recovecos misteriosos como el hueco de sus codos, y la elipse de sus axilas. Vuelcos peligrosos como el de sus vértebras asomándose a su piel en el rato en que él le masajeó el cuello.
Parábolas contagiosas como sus nalgas (las de ella) obtusas y tachonadas de sus besos (los de él). Rodeos a la astucia como sus pechos enhiestos y prudentes, que por algo se llaman senos.

Redondeces. Curvas, ondulaciones. Meandros. Recovecos. Recodos.

Sólo hubo una recta en su realidad (la de ellos). Y maldita sea, es la distancia que los separaría horas más tarde.

********

Cuando Eva se puso la ropa, luego de verlo dormir, de escuchar el ritmo de su respiración, de escapar a la tenue ternura que sucede al orgasmo, tomó una decisión.

Se tumbó a su lado. Lo abrazó. Estar con él era peligroso. Olía diferente. Olía a felicidad. Olía a emoción.

Entonces tomó una decisión.

Cuando lo acompañó los pocos metros que los separaban de la estación de Atocha, y luego de besarlo larga, dulcemente le dijo, con la máxima suavidad que pudo:

- Sabes que esto no se repetirá, ¿no?
- Lo sé –dijo él, sin pensar, le habría dicho que sí incluso si ella le pidiese que se zambullera de cabeza al Infierno-. Adiós.
- Adiós, cariño.

Todo lo que se ha contado de esas horas es lo que pudo haberse contado. El resto de los besos, los abrazos, los gemidos, las palabras dichas perezosamente, la noche insidiosa; y el tiempo que no hacía más que correr, queda entre las cuatro paredes de ese cuarto, y en la imaginación del amigo lector.
Cuando el tren se fue, ella lo miró partir, y se puso a llorar mansamente.

("Atocha", Capítulo 6, subcapítulo 66)

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