miércoles, 13 de mayo de 2009

Cuentos alcohólicos: Syrah
Cris Civale.

Lo llamaban Cabo de Miedo porque tenía un ligero aire a Robert de Niro en la película de ese nombre dirigida por Martin Scorsese, pero sobre todo le decían así por esa costumbre tan típicamente suya de usar guayaberas floreadas y andar entre empecinado y maníaco, prepoteando por las calles de la ciudad.



Cabo de miedo tenía un pasado confuso. Algunas veces decía que había sido asesor en el Ministerio de Economía en la época de Isabelita, otras tantas contaba que había sido manager de artistas y se jactaba de su representado estrella, el difunto Nicola Reyes, un folclorista que se mató en una ruta por exceso de alcohol y cansancio. Cabo de Miedo era, también, un hombre excesivo. Tenía algo más de 40 años, el pelo castaño, largo hasta la cintura y bien lacio, formando una cola de caballo que se ataba con una gomita brillante y de elasticidad relativa. Tenía una colección que guardaba en el bolsillo izquierdo de su pantalón junto con las bolsas de los productos que vendía, papeles con cocaína. No vendía ningún otro tipo de drogas porque, aseguraba, ninguna le daba tanto rédito como ésta a la que solía distribuir en unas bolsitas que a él le parecían muy profesionales, como de lujo. Eran una especie de pequeños sobres de plástico con un cierre adherente que permitían que el producto no se humedeciera ni que se desparramara, manteniendo la calidad de la entrega inicial. Sin embargo, Cabo de miedo abultaba cada sobrecito con novalgina o sal de fruta, según lo que tuviese más a mano. Paraba todas las noches en la barra de un bar de moda en Palermo desde donde manejaba con bastante discreción sus negocios. Él jamás consumía y no le vendía a menores de edad. Solía portar una navaja que, de tanto en tanto, mostraba, amenazante, a la vez que decía:
-Conmigo no se jode, nena.
Lo conocí un tarde de septiembre, cuando yo esperaba, como solía hacer cada vez que me quedaba sin hombre, para hacer mi particular casting de amantes. En esas circunstancias solía acudir al penal de Villa Devoto donde, entre los reclusos que salían en libertad, elegía a quien, en el futuro, decidiría a amar. Alguna vez había tenido un par de encontronazos fogosos con un guardia que me daba una lista con los liberados y, más o menos, intentaba pintarme un perfil de cada uno. A cambio, le cocinaba alguna que otra comida que le llevaba en un taper. Para los dos se había acabado el mutuo apetito sexual, pero el guardia siempre tenía hambre de comida casera y yo suelo ser, entre otras cosas, una muy buena cocinera.

Mi idea de buscar hombres en el penal tenía que ver con que por entonces consideraba que era una oportunidad única de alzarme con un buen partido. Contaba con su desesperación y la obligada soledad que abandonaban. Eso me garantizaba sexo fuerte y continuado y una misión en la vida, la de intentar convertirlos en hombres de bien, aunque por bien yo sólo entendiera el hecho de que me mantuviesen. No elegía ni rateros ni delincuentes de poca monta. Tampoco violadores o asesinos. Además del aspecto físico, me importaba que tuvieran algo material para darme. En realidad, era lo único que me importaba.
Esa inquietud por el dinero provenía de una infancia vivida con ostentación junto a mi familia, formada por madre, padre y tres hermanos varones. La discreta opulencia de la casa de Belgrano chico se debía al trabajo gerencial de mi padre en un banco extranjero y al esfuerzo de mi madre como funcionaria de carrera en el campo diplomático. MIs padres temblaban ante la sola idea de ser pobres y me transmitieron ese temor. De todos modos me hastié del módico lujo pero sobrevivió la manía por el dinero. Necesitaba tenerlo, pero a la vez sentía culpa y a todo esto se sumaba que no me gustaba trabajar.
No quería dinero en grandes cantidades. Sólo para lo indispensable, para lo realmente básico. Mis sueños tenían la humildad que durante mi infancia no me habían enseñado. Probablemente fue por esa necesidad de austeridad no heredada que abracé el noviciado en la congregación de las hermanas de San Camilo, santo del que una tía mía era devota. Había decidido hacerme monja por una cuestión de comodidad, porque sabía que de por vida iba a tener una misión tan fácil como quisiera, techo y comida. Lo necesario. Ni más ni menos.
Con eso cubría casi completamente tanto mis necesidades como mis ambiciones. No me importaban los votos porque pensaba violarlos todos, pero haría lo posible para guardar la mayor discreción. En esos tiempos era lo suficientemente ingenua como para creer que algo así resultaría posible. Antes de perder la virginidad entre las piernas de un alumno de una escuela marista que asistía a mis clases de catequesis, ya me robaba la colecta de las misas y retiraba una botella de syrah con el que cura se mojaba los labios desde un cáliz a la hora de la bendición. No era tan tonta como para quedarme con todo el dinero recaudado, pero en la misa de los domingos me quedaba con unas cuantas monedas y una botella sin abrir de la bodega. Tanto la hermana superiora como el padre que oficiaba la misa, lo habían notado desde un primer momento. Lo había visto reflejado en su rostros. Con todo no me dijeron nada, dándome tiempo para que me arrepintiera. Pero cuando el padre del alumno de la clase de catequesis fue a quejarse porque su hijo había sido "manoseado" -usó exactamente esa palabra- por mí, ya no tuvieron margen y me expulsaron de la comunidad, sin atender a mis falsas frases de arrepentimiento. No insistí demasiado. Estaban haciendo lo correcto.



Como seguía sin convencerme la idea de trabajar, volví a la casa paterna dispuesta a hacer de mi vida otra cosa que me garantizase la supervivencia básica. No tenía ningún otro deseo.
Ya que no había podido hacerme monja y no tenía valor para convertirme en una delincuente peligrosa ni en una bandida de poca monta, sinteticé mis deseos frustrados en buscar a ex-presos como amantes. Y también estaba lo de la redención, algo que me había quedado del noviciado. Fue así como empecé a concurrir al penal.

Antes de conocer a Cabo de Miedo, ya había intentado armar, sin éxito, una pareja con Raúl, un cuarentón atracador de bancos que tuvo dos golpes exitosos pero que en el tercero cayó por una fatalidad. El auto en el que debía escapar no arrancó a último momento y, como Raúl y su banda habían usado armas falsas, no tuvieron más remedio que entregarse ya que no podían exponerse a un tiroteo. Lo abandoné luego de ocho meses de idilio casi perfecto cuando descubrí los planos de un nuevo golpe. No había conseguido redimirlo. Raúl se resistió a irse de su propia casa -que había comprado con el dinero de los golpes anteriores secretamente guardados por su madre en un escondite casero, un hoyo en el jardín de su casa- pero yo lo obligué a que pusiera el departamento a mi nombre, amenazándolo con denunciarlo. Estaba tranquila porque sabía que Raúl era ladrón pero no un asesino y también medio cagón. Con lo cual el plan me salió redondo. Me quedó con un departamento de dos ambientes con balcón a la calle en Almagro y me dediqué a buscar a mi próximo hombre.

Volví a pararme en la puerta del penal. El guardia de siempre me había dado un fija. Iba a salir un estafador de guante blanco, un tipo que había hecho grandes desfalcos y, que en alguna parte, debería tener parte del dinero mal habido. Eso dato me bastó para esperarlo con ansiedad pero cuando lo vi por primera vez no me habría importado que hubiese sido un ladrón de panes. Se llamaba Carlos y era el hombre más apuesto que jamás había visto. Era alto y de cuerpo espigado, de piernas y brazos largos y delgados, con el pelo renegrido y con una sonrisa tan cautivante y perfecta que cuando me lo crucé para encararlo y me sonrió ya supe que sería capaz de enamorarme locamente de él. En ese momento olvidé el único detalle que no tendría que haber perdido de vista, lo que me había dicho el guardia, que Carlos era un estafador y como tal fue él esta vez el que me embaucó. Pasamos tres meses juntos viviendo en el departamentito de Almagro. El me juraba que me amaba, que me amaba y que me amaba y yo le creía, le creía y le creía.
Carlos vestía ropas caras y la llevaba a fiestas lujosas en las que, cada vez, decía que era una persona diferente. Un empresario español -era capaz de imitar el acento-, un estanciero de Bragado o un ejecutivo de Microsoft. Ya había dejado de lado la idea de la redención. A mí todo me parecía muy divertido y estaba segura de que había encontrado al hombre para pasar el resto de mi vida. Hasta que un día fuimos a almorzar al restaurant del Yatch Club de Puerto Madero y Carlos se ausentó para ir al baño. El tiempo pasaba y Carlos no volvía. Le pedí al mozo que por favor fuese a fijarse si algo malo había sucedido. El mozo mandó a un cadete que volvió asegurando que el baño estaba vacío. Quedé desolada y apenas pude soportar la vergüenza. Carlos jamás regresó. Tuve que hacerme cargo de la cuenta y del dolor que había significado tan singular abandono. A los dos días me lo crucé por la avenida Santa Fe y me planté frente a él con una sonrisa tierna. Era capaz de disculparle todo. El me corrió de su camino con suavidad y siguió de largo, como si jamás me hubiese conocido.
Lo seguí dos cuadras pero Carlos logró escabullirse y así lo perdí de vista.
Me encontraba tan herida que no quise esperar más tiempo y fue por eso que esa misma tarde, desde la avenida Santa Fe paré un taxi y me fui a Devoto. No le pregunté nada a mi amigo el guardia y me llevé al primero que salió. Fue así como conocí a Cabo de miedo.

Había decidido entregarme a mi destino sin resistencia. Lo acompañaba todas las noches al bar donde Cabo hacía sus diligencias y a cambio le pedía que me diera cinco papeles que, o bien me tomaba o bien revendía volviendo a racionarlos. Estaba perdida y aunque Cabo de miedo era un hombre gentil y un amante virtuoso, yo seguía prendada de Carlos y preguntándome qué había sido todo aquello de su rebuscada invisibilidad. Por más que le daba vueltas al asunto, no le encontraba ninguna explicación. Sólo cuando terminaba de beberme una botella entera de syrah, el souvenir de mi época de monja, dejaba de hacerme preguntas.

Una de las noches en que estaba en la barra del bar junto a Cabo, vi a Carlos. No podía creerlo. Caminaba directo hacia mi. Había dejado de ser invisible, había vuelto a reconocerme. De un brazo me sacó de la barra y no me importó nada. No le pedí ninguna explicación. Cabo ni se movió. Solo murmuró su frase muletilla.< bR> -Conmigo no se jode, nena.
Carlos y yo salimos a la calle sin hacerle caso. Allí un Alfa Romeo con chofer nos estaban esperando.
-Todo vuelve a su lugar. –pensé mientras el auto se deslizaba por la ciudad y Carlos me pasaba el brazo por el hombre en silencio.
No pudimos andar mucho porque a las pocas cuadras nos detuvo la policía. Carlos fue encerrado por una nueva estafa y yo por traficar. Esa noche tenía una cantidad de papeles tal que no pude alegar que eran para consumo personal.
Pasé ocho meses en el penal de Ezeiza carteándome con Carlos, al que le esperaban más de dos años entre rejas. En realidad la que escribía frenéticamente era yo. Carlos no contestaba. Igual me juré que lo esperaría y que ya nunca más iría a Devoto a buscar hombres, sólo a verlo a él, cada vez que se me permitiese una visita. Carlos me contestó por fin. Me intimó a que no me molestase, que él no estaba para recibir visitas y esa fue la primera y única carta que recibí de él.
Pasé el último mes en el penal llorando, no sabiendo cómo iba a continuar con mi vida. Ya no tenía sentido ir a buscar hombres a Devoto, ya no tenía sentido nada de nada. Carlos era otra vez invisible y eso era intolerable.
Cuando salí en libertad, me estaba esperando Cabo en un Renault 12. No pude alegrarme, sabía que nos habíamos traicionado. Yo lo abandoné sin ningún cuidado aquella noche; él, para vengarse, me denunció a la policía con la que, desde que había salido de la cárcel, tenía un acuerdo preferencial.
Cabo me obligo a subirme a su auto.
-Te dije que conmigo no se jode, nena.
Desde allí mismo me llevó en un viaje eterno a Córdoba, a un convento de la congregación de San Camilo, donde funcionaba una huerta de recuperación. No tuve fuerzas para rehusarme.


Así pasan el resto de mis días, internada como una laica delincuente en la congregación a la que alguna vez había querido pertenecer.
Cabo de miedo me visita una vez por mes y me trae las botellas de syrah suficientes como para que aguante hasta su próxima visita. Sigue usando guayaberas y el pelo largo y lacio atado en una cola de caballo. Cada vez antes de irse, me advierte.
-Conmigo no se jode, nena.
Con el tiempo, empecé a estimar mi encierro y me calmé por completo cuando empecé a darme cuenta de que el único romance que había buscado durante toda su vida era uno conmigo misma. Carlos había sido un espejo donde me había buscado, como lo habían sido todos los demás hombres y hasta la loca idea del noviciado.
Entre las paredes de mi cuarto austero pude descubrirlo. Entendí, también, de una vez y para siempre, que buscaba a los delincuentes no porque anhelara su vértigo sino porque envidiaba sus encierros, esos momentos en los que la vida se detiene y sólo quedaba pasar el tiempo y nada más.
Dejé de temerle a Cabo de miedo y a su frase favorita.
Tengo que admitirlo: es lo único que quiero, no salir nunca más de allí dentro, no salir nunca más de dentro de mí y abrazarme cada noche a mi botella de vino.

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