lunes, 14 de septiembre de 2015

El tiovivo - Ana María Matute

“Lectora confesa, no duda en señalar a los cuentos de Andersen, Peter Pan o las narraciones que de pequeña le leía su padre como los ‘culpables’ de la adicción a los libros, una pasión que le acompaña “desde que tengo uso de conciencia, ya que siempre han sido mis compañeros, antes que las muñecas”, y que ha traslado a su hijo al que siempre ha intentado fomentar la imaginación. “Los niños siguen teniendo la misma imaginación, lo que pasa es que sí es verdad que dárselo todo masticado hacen que esa imaginación sea más perezosa. Ahora ya no leen tanto, solo cómics, o juegan o ver la tele, pero los culpables de esto es el entorno. Yo no voy a dar lecciones de esto, pero son más culpables de los defectos de los niños los padres que los propios niños. Es una lástima que algunos se olviden de su infancia, aunque siempre la llevan encima que siempre marca”.
Silvia Rubio Taberné

EL TIOVIVO

(cuento)

Ana María Matute (España, 1926)

El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Solo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
Los niños tontos (1956), Barcelona, Destino, 1978, págs. 53-54


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