sábado, 20 de agosto de 2016

La vida es un tango


La vida es un tango, por ENRIQUE QUESADA #escritos

BY ENRIQUE QUESADA

Esto que os narro a continuación, no es ni más ni menos que un cuento basado en una historia tan irreal y absurda como la vida misma.

Relatan los Cuentos Clásicos, que cuando una princesa, en el devenir de su atareada vida palaciega, se cruzaba en su camino con un sapo, unas veces sonriente y gracioso de ocurrencias, otras veces de mirada lánguida y cariacontecido, era menester propinarle dos ósculos en sendas mejillas, o quizá tan solo uno bien plantado en medio de los hocicos. Y continúan estos relatos con la convicción de que, con tan vigorosas demostraciones de cariño, por arte de magia y rompiendo el encantamiento vertido por la maléfica bruja de turno, dicho sapo acabase transformándose en un apuesto príncipe, contrajeran nupcias y vivieran en un mundo de ilusión y fantasía sin igual por el resto de sus días.

Otras versiones radicalmente opuestas cuentan que, lejos de transformar al sapo en el más aguerrido de los machos alfa, era la bella princesa la que acababa sufriendo la kafkiana metamorfosis, convirtiéndose en la pareja ideal del pequeño batracio, en una rana enana verde y verrugosa.

Y como variante de la primera de las versiones, desde luego mundana a más no poder, traída al caso y en tiempo presente, es la que da origen a esta peculiar historia, en la que un apuesto y encantador representante del género masculino (es decir, yo, como no podía quedar más claro, por lo del género), en el empeño de mis quehaceres laborales, me topé con una pequeña y verrugosa sapa verde, diciéndome para mis adentros, “ya está, el braguetazo de mi vida. ¿por qué no voy a dar yo con una princesa en potencia?”.

Apareció como de la nada, en el fondo de una zanja, a buen recaudo de la fresca y húmeda sombra de una lámina de plástico que la recubría. Visto así, lo de su potencial linaje real era algo más que dudoso, pero nunca se sabe, con esto del cambio climático y las permutaciones transgénicas, igual hasta resultaba ser una princesa nórdica, escandinava, teutona, o tres en una. No obstante, dado que de continuar en aquel lugar su futuro era el de una muerte segura, desprovista de cobijo y bajo un sol de castigo, me apiadé de tan… verde animal, y con la duda de no saber cómo proceder, si soltarla en cualquier charca o avisar al SEPRONA, actué como mi corazón me dio a entender, la introduje entre mi ropa en un hatillo humedecido, (quité los calcetines, por aquello de la posible sangre azul) y la llevé hasta mi casa.

Allí, las primeras semanas resultaron complicadas. Ambos debimos adaptarnos a una presencia nueva en nuestras vidas, si bien no era mucho el tiempo que pasábamos juntos ya que de día yo trabajaba fuera de casa y ella, dedicada a los baños, y me refiero a que la bañera era el único lugar que se me ocurrió para simular más o menos su hábitat, el remojo.

Visitas de cortesía para comprobar si necesitaba algo, nenúfares de plástico para su descanso comprados en el chino de la avenida, moscas e insectos como dieta diaria, piensos compuestos con aportes vitamínicos y cremas antihistamínicas para la reacción al plástico de los nenúfares…, poco a poco fui ambientando el cuarto de baño para que se encontrase como en casa.

Con el tiempo ella fue, poco a poco, salvando sus resquemores iniciales y, reconociendo mis esfuerzos por agradarla, comenzó su acercamiento con visitas esporádicas al sofá. Primero sobre el brazo, con el paso de los días en el respaldo, al cabo de semanas ya se sentaba en el cojín, a mi lado, hasta que un buen día, aquellas aproximaciones acabaron convirtiéndose en animada compañía, llegando ella a posarse en mi rodilla mientras departíamos sobre temas diversos, como la necesidad, jocosa o necia, de llevar hasta la grotesca caricatura las ilustraciones de determinadas ediciones de El Quijote, flaco, desgarbado y ojeroso; gordo y medio bobo Sancho, y lo que a ella más le dolía, por aquello de su entidad animal, un Rocinante escuálido y sarnoso.

Pasábamos así los días y la sapa poco a poco iba encontrándose más a gusto, saciándose con todas las moscas que yo arrastraba hasta casa y que no eran pocas, puesto que el hecho de tenerla en la bañera hacía imposible el asunto de mi higiene personal.

Una calurosa tarde de sábado, mientras se jugaba un duelo en la cumbre entre el Deportivo Arahelense y la Balompédica Linense, con todos los hombres hipnotizados en los bares, aunque a éstos tampoco les hacía falta excusa para ello, y con las mujeres sentadas a las puertas de sus casas, nos fuimos la sapa y yo, para apaciguar los sofocos veraniegos, a dar un baño a “la charca La Puerca”, a unos minutos andando pasado el cementerio, aguas arriba del pueblo siguiendo el cauce del arroyo Saladillo, porque aunque a ella le gustaba más “la charca’l Paisano”, que recogía las aguas residuales del alcantarillado, entendió que a mí me diera cierto repelús.

Lo pasamos bien, zambulléndonos ambos en la parte más profunda, subiendo a las peñas y tirándonos en bomba, a ver cuál de los dos salpicaba más lejos, y entre zambullidas y ratos al sol para secarnos, pasamos una tarde muy entretenida.

No tengo muy claro cuál fue el detonante, qué fue lo que se me llegó a pasar por la cabeza, si la grata compañía, esos ojitos saltones, la familiaridad del trato tras aquellos meses de convivencia, que salía el sol por Antequera, aunque allí se pusiera por Utrera, que como se suele decir “el roce hace el cariño”, o tal vez una mala interpretación de ciertas señales que sólo las féminas, sea cual sea la especie a la que pertenezcan, son capaces de lanzar, y lo que es más problemático, sólo ellas son capaces de entender; en cayendo el sol y empezando a refrescar, a pesar de mis reticencias en creer aquello de los encantamientos, tomé a la sapa delicadamente entre mis manos, y con la sutileza y cortesía de un caballero como no hay dos, recordando el característico proceder de los cuentos que mi madre me relató en mi más tierna infancia, entorné ligeramente los ojos, ladeé discretamente mi cabeza, puse morritos de Mick Jagger para cumplir con el protocolo en cuestión y me aproximé al animalito hacia mi cara.

Sin embargo, la sapa, incrédula, tras hacer un examen visual más cercano del ser que la mantenía en sus manos y aterrada ante la posibilidad de verse morreada por aquí el menda, dando un brinco huyó despavorida, gritando el recurrente lema de: ”contigo no, bicho”, para caer de nuevo en la charca y desaparecer como por arte de magia, quedándose aquí el que suscribe petrificado y como no podía ser de otro modo, con la moral por los suelos, pues pasé de la posibilidad de un fastuoso enlace matrimonial con una bella princesa, todo algarabía y pompa, a la certeza de haber sido despreciado por un asqueroso, húmedo y viscoso bicho.

Hundido en el fango y con una depresión de mil demonios, pasé los meses siguientes malviviendo entre el más escaso interés en mis asuntos laborales y el desperdicio de mis momentos de ocio con el alcohol y las timbas de escoba y cinquillo, además de atiborrarme a sobaos pasiegos, llegando el momento de tener que ser ingresado de urgencia por una obstrucción intestinal y una grave deshidratación, pues ya se sabe hasta qué punto son capaces aquellos de absorber líquido si no los acompañas con leche.

Habiendo visto pasar ante mis ojos grotescamente toda mi vida en unos segundos como si se tratase de una película de Tim Burton, tras lograr levantarme de mi lecho de muerte y aún con la vía puesta en la vena y ese antilujurioso camisón hospitalario prometí, puño en alto y culo al aire, que nunca más volvería a porfiar con ningún ser, humano o no, del género femenino…, hasta que saliera de allí.

Pasaron largos meses, cambié de residencia, llegué incluso a olvidar, o eso quise creer, aquel desengaño pseudoamoroso, invirtiendo cientos de euros en psicólogos, videntes y pitonisas, y hasta superé mis problemas con el alcohol, pero no hay cuento, y éste que aquí os traigo no iba a ser menos, en el que no suceda algo que vuelva a poner tu vida patas arriba.

Eran los inicios de un verano que se presentó anormalmente caluroso.

Una amiga me invitó a pasar unos días a una casa centenaria en Alcocebre, propiedad de su familia, casoplón más bien (si bien algo descuidado, ahora que no me oye), con un suelo de baldosas de barro cocido de color o “descolor” rojo sangre de toro, situada al lado de unos acantilados desde los que se accedía, por un camino bastante tortuoso, a una playa poco frecuentada por la dificultad que entrañaba bajar hasta la orilla, si bien algunos de los restos allí abandonados daban fe de la “necesidad” y fogosa juventud, divino tesoro, de algunos de sus escasos visitantes.

La casa tenía una parcela bastante extensa, y en ella, a la buena de mi amiga le dio por construirse un pequeño huertecito en uno de los bancales orientados al sur.

Aquí tengo que confesar que después de haber oído más de una vez las historias sobre las correrías de uno de sus primos con varias de sus novias en la casa, una de las cuales hasta le hizo cambiar el colchón, al que poco uso dieron, dicho sea de paso, estaba en la certeza absoluta, o al menos esa era mi esperanza, de que lo que quería mi amiga era hacerle al colchón el hueco en el centro. Pero no, poco tardé en comprobar que el propósito de aquella invitación era, por un lado, sopesar la posibilidad de llevarme a un circo como faquir, para lo cual me tocó sufrir los muelles del desgastado colchón de la habitación de invitados, y por otro, aprovechar mis conocimientos agrícolas e hidráulicos para poner en uso el riego de la plantación, que por aquel entonces tenía sembrada de pepinos, ya que según le comentó un lugareño, se lograban muy bien en la zona por esa época.

Dado que, desgraciadamente, ese era el único ejercicio que mi querida amiga me tenía reservado en su propiedad, me afané en revisar el estado de las acequias construidas para el riego de los bancales, y durante la inspección de una de ellas percibí un ligero ruido y un sutil movimiento de ramas entre las cañas de uno de sus bordes.

Y retirando estas, no sin cierto reparo y bastante cautela, observé una figura que, por unos instantes me resultó familiar, si bien en un primer momento no logré adivinar exactamente por qué.

Haciendo acopio de valor, y de un palo por si acaso, me aproximé un poco más, y entonces entendí aquel dicho de que el destino juega malas pasadas. Esa figura vagamente familiar era, ELLA, ni más ni menos que el canon de belleza de las charcas arahalenses, majestuosa saltarina, sin par croadora y verde que te quiero verde, siempre altiva y pizpireta, ¡la Princesa Sapa!.

Repuesto del primer bofetón propinado por el inesperado reencuentro y haciendo gala de mi más repugnante educación, bien asentada gracias a mis resquemores originados tras el rechazo sufrido por parte de tan asqueroso anfibio muchos meses atrás, con la más falsa de mis sonrisas en los labios, me aproximé, todavía receloso, para entablar conversación e indagar en su pasado reciente, intentando sonsacarle todo lo que pudiera sobre sus andaduras por esos mundos de dios, sus vivencias, sus sueños, sus besos y sus príncipes.

Tan solo un instante me bastó para comprenderlo.

Donde un día vi unos ojos saltones y vidriosos, llenos de ilusión, alegres e inquietos, si bien altaneros y prepotentes, ahora había dos ojos retraídos, pesados y tristes, ojerosos, que avergonzados, apenas osaban levantarse del suelo, y en un croar apenas imperceptible empezó a relatarme parte de su historia:



“Yo que hasta ayer fui una sapa juguetona,
que busqué un príncipe al que poder besar,
y que cuando el beso me volviese persona,
en mis malos ratos me supiese consolar.
Robé un corazón como hábil ladrona,
mas equívoca resultó mi elección,
pues en mi cabeza no lució corona
como comprobé, tras el beso, con desazón.
Acabé convertida en vulgar humana,
comedora de filetes, ya no de bichos,
maltratada y sometida cuando le viniera en gana
a un tipo asqueroso, sus amigos y sus caprichos.
¡Tienes toda la casa hecha una pena!,
vergüenza, me decía, te tenía que dar.
¿Crees que para eso te besé, nena?
¡coge el mocho y ponte a fregar!
Y claro, sumergida en la charca todo el día
como estaba en mi anterior vida de sapa,
de asuntos de limpieza nada entendía,
como imagino que a nadie se le escapa.
Así que el desgraciado aprovechó el trueque
de pasar de ser sapa a princesa
y me cambió a un gitano apodado Manzaneque,
por un conjunto de seis sillas y una mesa

En este momento la sapa hizo una pausa, tragó saliva, y ostensiblemente compungida, una lágrima asomó por uno de sus ojos, resbalando por su mejilla.

Tras entregarle un pañuelo de papel para secarse la lágrima, acto inútil porque las sapas no tienen forma de agarrarlo, hice un gesto interrogatorio con la cabeza, animándole a que siguiera contando su aventura puesto que, por si no os lo había dicho hasta ahora, soy una persona muy parca en palabras, lo de hablar y contar no es mi fuerte, pero soy un excelente “escuchador”, virtud extremadamente valorada y como tal, ofrecida y vendida por todos los “puertos a los que arribo”, a ver si en una de estas, alguna moza compungida necesita de consuelo y desahogo para liberar tensiones contando sus males, y ya que estamos, pues lo que sea menester. Debe ser que vendo mal el producto, porque la idea en sí es buenísima, pero no la compra ni una.

Bueno, andábamos por la llegada del Manzaneque a la vida de la asquerosa que en su día fue mi amada sapa, pero, en este caso, de igual modo que hasta ahora me había recitado con todo lujo de detalles sus correrías, tenía muy claro que, hubiese sido lo que le hubiese ocurrido con ese tal Manzaneque, prefirió olvidarlo, o al menos, no hacer partícipe de ello a nadie más que quien ya lo fuese.

Ya, pero todo esto que me cuentas, – le dije -, fue cuando por fin descubriste a tu anhelado y queridísimo Príncipe Azul (aplacando en parte esa mala leche, ya dentro de unos límites más llevaderos, habida cuenta del estado de ansiedad que presentaba y de los términos en los que se había desarrollado la historia que me acababa de contar, que uno tiene su corazoncito) y conseguiste tu sueño, convertirte en la princesa de los cuentos que tu madre te contaba en la charca antes de irte a dormir sobre los nenúfares, y hoy llegas aquí convertida de nuevo en sapa…¿cómo es eso?

Bueno, – me dijo ella con cierto aire de alegría recuperada -. Si bien es cierto que la vida real no es exactamente como se escribe en los cuentos, una parte de estos sí que acaba por cumplirse en la realidad, sin ir más lejos, en su momento, yo me convertí en una bella princesa.

Pues bien. Igual que una vez apareció “mi Príncipe”, – siguió relatando -, y cuando peor se me habían puesto las cosas, tal como le sucedió a Cenicienta en su cuento, a mí también se me apareció mi Hada Madrina. Pero de igual modo que mi Príncipe Azul acabó siendo un asqueroso maltratador, lo de mi Hada Madrina tampoco es que fuese una aparición espectral, luminiscente, vaporosa y varita mágica en ristre, precisamente, pero es el único pasaje de mi “vida” con el Manzaneque que va a salir de esta boca, que no por grande ha de ser indiscreta.

Uno de los negocios de tan funesto personaje era el de “conseguidor” de señoritas de compañía para locales de esos que tienen más luces fuera que dentro, y yo, aunque pueda pecar de falta de modestia, no dejaba de ser un bombón.

Cierto día, un cliente nada habitual, de los de paso, tras satisfacer sus deseos…, tras darse una ducha, agradecido por la amabilidad y familiaridad en el trato de los empleados de tan distinguido local, pidió entrevistarse con el jefe. El tal señor, resultó ser un productor cinematográfico que estaba trabajando en un nuevo proyecto, y necesitaba contar con alguna chica que pudiera servirle como actriz en un corto de corte lésbico sadomaso, vamos, lo que les pone a todos esos cerdos que pagan la entrada y no llegan a la segunda escena, asqueroso, y claro, cómo no, ahí estaba la “princesita”, rubita, melenita lisa, flequillito recto hasta los ojos, delgada, andrógina, piernas interminables y pechos pequeños y duros, el perfil idóneo.

Tras varios castings “a cala y a prueba”, como un melón de puesto callejero, acabé en una nave de un polígono industrial habilitada como estudio, rodeada de cámaras y gente, semidesnuda de charol negro, tacón de vértigo, látigo en mano y pintada como una puerta, mirando perdida a todas partes y faltándome manos para tapar todos los agujeros del vestido, cuando en uno de esos cruzapuertas apareció una mujer madura, bastante madura, muy madura, que a la postre sería mi compañera de reparto.

Yo no salía de mi asombro, y cuál sería mi expresión, que si bien no hubo reacción inmediata, se me acercó como si nos conociésemos de toda la vida, me tomó de la mano y, conduciéndome hacia la cama redonda “King Size” estratégicamente situada en el centro del estudio y bajo el gran espejo que ocupaba la parte central del techo, nos arrodillamos ambas sobre la colcha de raso rojo pasión, aproximó su boca a mi oído y me dijo en un susurro: “tranquilízate, sé quién eres y cuáles son tus deseos, todo va a salir bien”.

Con la frasecita ya acabó de desarmarme del todo puesto que yo ya no sabía si habíamos empezado a rodar y a mí me habían dado un guion en otro idioma o si el guion de la doña era de tema libre, porque en el mío ponía algo parecido, pero decía algo así como “ven aquí nena que te voy a dar lo tuyo, sé lo que quieres, te va a gustar, y lo sabes”.

El caso es que con el grito de “Acción” del director, mi “partenaire” se me aproximó, y con un delicado beso en la comisura de los labios se obró el milagro. Fue como un fogonazo y una explosión de humo simultáneas, y súbitamente, todo a mi alrededor se hizo inmenso, los focos me cegaban, mi cabeza comenzó a dar vueltas, entrando en un torbellino de sensaciones como jamás hube sentido.

El director comenzó a vociferar: “CORTEN, CORTEN”, ¿DÓNDE COÑO SE HA METIDO ESTA TÍA?.

Los técnicos de sonido, aturdidos por sus alaridos, se arrancaron violentamente los auriculares, y en su vuelo, golpearon las torretas de focos que, con el vaivén de su tambaleo, amenazaron con caer sobre las sábanas de raso de la cama.

Los de producción intentando sujetar las estanterías que la gente, en su ir y venir, empujaban y volcaban con sus carreras, y yo, entre las manos de la mujer, tras el primer momento de aturdimiento, empecé a ver las cosas algo más claras.

Ella era mi Hada Madrina, y con ese beso había deshecho la principesca transformación inicial, y aprovechaba esos momentos de caos para sacarme del barullo en el que se había convertido la búsqueda de la pantera rubia.

Y el resto de la historia de cómo he llegado hasta aquí y de este fortuito encuentro, -terminó contándome desde el agua-, es otra historia sin historia, a través de arroyos, charcas y acequias, de los muchos que abundan por esta región.

La verdad es que he de reconocer que en un principio me costó asimilar tanta información, tanto ajetreo para una simple sapa, hasta que caí en la cuenta de que de simple no tenía nada, ¡una señora Princesa!, eso sí, venida a menos, de ascendente monegasco quizá, en plan Carolina por lo menos, ¡Ay, lo que fue aquella Carolina…!, belleza sin igual, casi a la altura de la madre, deseada por todos los hombres del mundo mundial hasta que contrajo matrimonio con el hígado más esponjoso de Centroeuropa.

Bueno, ¿y qué te trae por aquí?, -le pregunté, entre curioso, ansioso y ligeramente ofendido todavía, a pesar del tiempo transcurrido y la increíble y triste historia relatada.

La respuesta no me pudo dejar más helado: –Tú. Iba en tu búsqueda -.

¡Cómo que “tú”!, ¿yo?.

Si, tú, y no te creas que no me está costando la vida reconocer que, después de tanto tiempo vagando por medio mundo, lo que siempre he querido lo tuve delante de mis ojitos saltones y no me di cuenta hasta que no lo desprecié, y cargué con una pesada cruz por ello.

Después de rechazarte, creyéndome lo mejor del reino de los batracios, con el potencial de ser una estupendísima princesa y con la certeza de encontrar al príncipe de mis sueños, al modo que todo cuento nos cuenta, tarde comprendí que esto no es más que un cuento, sea cual sea la forma en que se cuenta, que a mí muchos cuentistas me han venido con el cuento, y que por fin, me he dado cuenta.

Entre incrédulo y conmovido, procesé en un momento toda la historia que acababa de escuchar, pero echando la vista atrás y analizando cuánto pude sufrir por culpa del rechazo de aquello que tenía ante mis ojos, envalentonado por mi sorpresiva e inesperada superioridad anímica, todo rencor y lleno de orgullo, fluyeron de mi boca como un torrente y casi sin pensar, las siguientes palabras:

Pues mira mona; no, sapa; no, princesa; bueno, lo que seas, mira, que no. Esta vez voy a ser yo quien te rechace. Vete por dond….

No hubo ocasión de seguir, turbado por su reacción. Desde su lecho acuoso, tras escucharle un casi inaudible “lo siento, hasta nunca” se dio media vuelta y, con una principesca zambullida, desapareció en la acequia, no sé muy bien en qué dirección, para nunca más, hasta la fecha, haber vuelto a verla.

Reconozco que el suceso me dejó bastante pensativo. Cómo una sapa, pequeñaja y fea donde las haya, y creedme, en ese tema soy un experto, ha podido vivir tantas desventuras y regresar arrastrándose a por quien un día osó rechazar, lastrada por su linaje y cargando con su pasado.

Con el transcurso del tiempo he comprendido que fuimos los dos unos ingratos. Nos rechazamos mutuamente, es cierto, ella por altanería y yo por despecho, y aguas pasadas no mueven molinos, pero hoy en la radio ha sonado un tango de Carlos Gardel, y su letra me ha hecho reencontrarme con esa parte de mi pasado, me ha golpeado la memoria, y no he tenido más remedio que contároslo, mientras tarareo inconscientemente…

“Volvió una noche, no la esperaba
había en su rostro tanta ansiedad,
que tuve pena al recordarle
su felonía y su crueldad…”.

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