Si hay algo que le guste a Adrián son los aviones. Por supuesto que también le encanta jugar al fútbol, comer con las manos, hacer puchas con el barro o lanzarse cabeza abajo por el tobogán, pero lo que le hace disfrutar de verdad es ver volar a los aviones. Adrián vive muy cerca del aeropuerto y, nada más despertarse, levanta su persiana y los ve aterrizar, tan lentos y decididos, como si estuviesen colgando de una cuerda invisible que los condujese directos hasta la pista. Una vez que su clase salió de excursión, les dejaron tirarse por las tirolinas; aunque al principio le daba un poco de miedo, al final le divirtió la sensación de estar suspendido en el aire y llegar hasta el otro extremo de la cuerda, justo como si fuera un avión aterrizando.
Además de chiflarle los aviones, Adrián es un niño que no se puede aguantar sin saber una cosa. Es como si un mosquito le hubiese picado dentro de la cabeza y le causase una especie de picor que no puede aliviar más que preguntando hasta obtener una respuesta que le convenza por completo.
– Mamá, ¿por qué vuelan los aviones?
– Ay, hijo, esas cosas pregúntaselas a tu padre, que se explica mejor.
Esta es la respuesta que le ofrece su madre cada vez que algo le interesa de veras. Su papá está trabajando y no vuelve hasta tarde. Aunque se muere de sueño, aguarda hasta que por fin llega para preguntárselo.
– Papá, ¿por qué vuelan los aviones?
El padre de Adrián es ingeniero, y le da una respuesta que no entiende en absoluto: no sé qué dice de corrientes de aire y de presiones. Adrián sabe que su papá se pasa el día pensando y se imagina que estará tan cansado que no atina a explicarse bien. Cuando él se encuentra agotado, también le sucede lo mismo y, si intenta jugar con la peonza, en lugar de bailar sobre la punta, rebota contra el suelo de cualquier modo y da volteretas. Por eso se lo vuelve a preguntar por la mañana, cuando se despierta.
– Papá, ¿por qué vuelan los aviones?
– Es algo demasiado complicado para un niño, hijo, ya lo entenderás cuando seas mayor.
Es vergonzoso que su papá haya utilizado esa treta tan sucia, la misma que emplean siempre los mayores cuando no quieren explicarte algo. Adrián no se cree que si ahora, que tiene todo el día para pensar, no consigue comprender algo, vaya a poder lograrlo de mayor, cuanto se pasará todo el día igual de ajetreado que sus papás. Pero tampoco se va a conformar con esta respuesta, y prueba suerte con su profe.
– Oye, Esther, ¿por qué vuelan los aviones?
– Porque tienen alas.
– Ya, pero mi avión de juguete, que también tiene alas, no vuela: si lo tiro, se cae al suelo como si fuera una piedra.
– Claro, porque es de juguete. Si fuera de verdad, sí que volaría.
– Pero, ¿por qué?
El caso es que incluso su profe, que siempre parece saberlo todo, tampoco es capaz de explicárselo. Igual que sucede cuanto te pica un mosquito y, cuanto más te rascas, más grande se hace el grano y más te pica, cuanto más preguntaba Adrián y no obtenía respuesta, más crecía su curiosidad.
El sábado, fueron al pueblo para ver a los abuelos. Aunque el abuelo no ha estudiado tanto como su padre (que muchos días todavía estudia en casa, unos libros enormes con unas letras diminutas) el abuelo sabe muchas cosas que este ignora, como los nombres de los árboles y de los pájaros, o cuándo va a llover o granizar, así que decide intentarlo con él.
– Dime, abuelo, ¿por qué vuelan los aviones?
– Pues porque tienen alas.
– Pero mi avión de juguete tiene alas y no vuela.
– Es que los aviones también tienen motor. Si tu avión de juguete tuviese motor y fuera tan deprisa como los de verdad, seguro que volaría.
Aunque la explicación del abuelo le parece la mejor de todas las que ha recibido, tampoco acaba de convencerle por completo. Sería fantástico acoplarle un motor a su avión de juguete y comprobar si de veras volaba, pero eso suena que debe ser dificilísimo. De repente, se le ocurre una idea genial: aunque no sea capaz de colocarle un motor a su avión, si que puede lograr que vaya realmente deprisa. Coge su avión y se va a ver a Javi, un niño del pueblo que tiene diez años y es capaz de correr a más velocidad que nadie con su bicicleta; además, es el único que sabe pedalear sin agarrar el manillar con las manos, y podría levantar el avión bien alto, para ver si echa a volar.
Javi se encuentra aburrido, y no le importa ayudarle con su experimento. Toma su bicicleta, y los dos se van a la cuesta más empinada de todo el pueblo. Adrián se queda esperándole en la mitad de la bajada.
– ¡Allá voy!
Javi pasa a su lado a una velocidad endiablada.
– ¡Suéltalo ya, a ver si vuela!
En vez de hacer lo que le pide Adrián, Javi mete la rueda en una grieta del camino y la bicicleta, el avión y él mismo acaban volando y dando vueltas a la vez, un resultado tan extraño que ni le quita la razón al abuelo ni se la termina de dar.
Unos días mas tarde, se acabó el cole y llegaron las vacaciones. Además de esta noticia tan fantástica, su papá le obsequió por la noche con otra mejor: no sólo se iban a ir una semana a la playa, sino que lo iban a hacer en avión. Los días que restaban hasta el viaje, Adrián se encontraba tan nervioso que no era capaz de pensar en otra cosa, y su grano imaginario crecía y crecía.
Por fin llega la ocasión. Nada más entrar al avión, se encuentran a un señor vestido con traje azul.
– Oiga, señor, ¿es usted el piloto?
– Claro que sí, caballerete.
– ¿Y por qué vuelan los aviones?
– Esta es una pregunta buena de verdad, pero, en vez de responderte y si te lo permiten tus papás, dejaremos que lo compruebes por ti mismo.
Aunque le cuesta un poco de trabajo convencer a su mamá, al final acaba sentado en la cabina, justo detrás de los pilotos.
– Ayudante Adrián, ¿está usted listo?
– Estoy preparado.
El avión comienza a acelerar y despega. Entonces, Adrián lo comprende todo: no es el avión el que vuela, sino que es el suelo el que se queda atrás, permitiendo que el avión repose en su lecho de nubes.
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