Jorge Luis Borges
miércoles, 23 de noviembre de 2016
El indigno
El indigno
Jorge Luis Borges
El indigno
Jorge Luis Borges
La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado
en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso
corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura
de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había
reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el
dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros
largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un
hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las
complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una
copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo ese aparato euclidiano
que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no
quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi
biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.
Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy
puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.
–Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni
siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento
como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales.
No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos
judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en
Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos
Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y
después los baldíos.
Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el
culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile
y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un
héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la
primera vez que lo oye nombrar.
El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había
almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de
Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus
adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se
presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:
–Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?
–De San Cristóbal –dijo el otro.
–Mi consejo –insinuó Ferrari– es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es
capaz de hacerle pasar un mal rato.
El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el
otro, pero sabía que ahí estaba la barra.
Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era
morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre
andaba de negro.
Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con
unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:
–Déjenlas pasar. Carne vieja.
Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el
provocador y le dijo:
–Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?
Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.
Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo:
–Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.
Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
–Un caballero que hace respetar a las damas.
Mi madre, para sacarme del apuro, observó:
–Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.
No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería
que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y
mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío.
Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre
muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por
encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me
había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos
parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo
me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante
ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima
vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.
No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la
invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.
Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete.
Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre
es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le
cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una
condena.
Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía
todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de
eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por
llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego
lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría
italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o
carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo.
Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el
Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.
En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco
Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una
jactancia.
Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no
se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari
también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la
parroquia.
Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era
un dios.
La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de
esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es
la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado,
el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que
yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se
agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella
nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi
relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras
dura el arrepentimiento dura la culpa.
El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían
tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya
tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más
explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por
atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas,
de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su
color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja.
Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que
daban directamente a las piezas.
Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe,
que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra
faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari
decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era
mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le
pregunté a Ferrari:
–¿Usted me tiene fe?
–Sí –me contestó–. Sé que te portarás como un hombre.
Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el
centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle
Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron
esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que
venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le
revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera
desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.
–¡Ah! –me dijo–. Ése fue de la barra del Oriental.
Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me
preguntó, no sin sorna:
–¿Vos venís con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano?
Sentí que no me entendería y le contesté:
–Sí, señor. Soy un buen argentino.
Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no
silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió:
–Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.
Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le
respondí:
–Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.
Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el
remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas.
Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa
de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé
que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara
conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los
vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los
caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido.
Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban
matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron
dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a
balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron
los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con
revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después,
me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por
supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.
A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron.
Jorge Luis Borges
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