Este relato ofrecido en exclusiva por El Cultural está incluido en la antología titulada El gallo de oro y otros relatos (editorial RM). Apareció en 1945 en la revista América y fue el primer texto que Rulfo decidió publicar.
Fotografía de Rulfo durante la filmación de la escondida (1955), con guion del propio Rulfo
Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces era más que grande para su pequeño cuerpecito. Él sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba solo a vivir en medio de aquella oscuridad y a hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.
Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ya ocho meses ahí dentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos.
Hasta se adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba con algunos golpecitos suaves la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque solo fuera en secreto.
-El señor me perdone -se decía-; pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.
Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.
La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba de sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo del Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como solo la ausencia de “aquel” podía merecerlo.
Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo.
En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas correteando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y la despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos sino, más bien, eran una llamada que él le hacía como regañándola por dejarlo solo e irse tan lejos. Y se ponía en seguida a conseguir un montón de reproches que se daba a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.
Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. “Acaso sufra”, se decía. “Acaso se esté ahogando ahí dentro, sin aire; o tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Por qué no se iba a asustar él? ¡Ah!, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no; no donde él está. Ahí no.” Eso se decía.
Crispín no vivía enterado de eso. Solo se movía un poquito, al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre, ahí cerca, hacía al subir y bajar una hora tras hora.
Así iba el asunto. Ella, fuera de sus ratos malos, se sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.
Así iba el asunto.
Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse.
Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: Tal como un río que va creciendo paso a paso y va empujando las aguas viejas y las cubre lentamente; mas sin precipitarse como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella a la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también Crispín, su esposo, y, aunque al principio no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que ella era.
Así pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer con uno, cuando uno está más descuidado.
Aquella mañana ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín, el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: “Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Solo no sentaremos un ratito a platicar con tu padre y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres?” Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquel hijo suyo: “Te llevaré de la mano todo el tiempo.” Esto le dijo.
Abrió la puerta para salir; pero enseguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo, ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la rodilla en el segundo y alcanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajó a toda prisa...
Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella el suelo estaba lejos, sin alcance...
© Derechos otorgados por Clara Aparicio de Rulfo y herederos de Juan Rulfo y la editorial RM
No hay comentarios:
Publicar un comentario