martes, 13 de diciembre de 2016

La zorra roja

La zorra roja 
Inés Garland



Se levantó viento y las olas crecieron en la oscuridad. El farol de la calle se balanceaba a un lado y a otro barriendo de luz la fina capa de arena que volaba a ras del camino. Los postigos abiertos de las ventanas que daban a la galería tiraron de los ganchos con un golpe metálico. Pero lo que despertó a Julián fue el ruido de cosas que se estrellaban contra la pared. A lo mejor ella había gritado antes. Siempre empezaba gritando. Después, si él no se levantaba y hacía algo para que no siguieran peleándose, ella se pondría a gritar otra vez. Julián se levantó y fue a la cocina.
Su padre estaba parado con las manos sobre la mesada. Cualquiera que lo hubiera visto sin sonido, sin verla a ella, hubiera pensado que estaba conversando tranquilo o mirando cocinar a alguien, a una mujer posiblemente, a una mujer amada, aunque esto último habría durado poco porque la mirada era dura, cargada de un hastío que levantaba una pared que ella, tal vez, estaba tratando de romper.
Apenas vio a Julián, ella se puso a llorar. Tu padre, tu padre, decía, pero no acababa de decir lo que quería decir y el padre no se movía, y Julián se acercó a ella y ella dijo cosas; él también dijo cosas que después, nunca más en su vida, podría recordar. Pero supo siempre que eran cosas un poco inconexas donde lo único que tenía importancia era el tono, como si hablara con un perro que no decodifica el lenguaje pero entiende claramente el calor de la voz. Ella, entonces se calmó y se acercó y se refugió en él, acaso entrando en un espacio que lo rodeaba y donde ella se sentía a salvo. Le tiró los brazos al cuello. Él miró a su padre. Su padre soltó un bufido y se dio media vuelta y lo dejó solo en la cocina con ella, con la pelirroja del demonio que lo había separado de la madre de sus hijos, de su mujer a los ojos de Dios.
¿Adónde vas, Talo? , dijo ella.
El padre no contestó. Se escuchó la puerta de entrada y una ráfaga de viento con olor a sal y a pescado muerto entró en la casa.
Julián la llevó a uno de los cuartos del piso de abajo porque ella se lo pidió. Tal vez hasta la ayudó a acostarse, aunque no pueda recordarlo. Seguramente le acomodó las almohadas y pensó que se quedaría en la cama de al lado velando por su sueño. Cree que ella hasta durmió un rato.
Afuera el viento soplaba con tanta fuerza que hubiera sido imposible estar en la playa sin llenarse la boca de arena. Julián cerró los postigos, uno por uno, recorrió la casa tirando de las aldabas, girándolas, los postigos del living, los de los cuartos de arriba, los de la cocina. Los iba cerrando y ella dormía. O eso creía él.
Cuando fue a ver si era así, ella tenía los ojos abiertos y lo miró. Había llorado, pero ahora estiró los brazos como si le suplicara algo que él no podía dilucidar. Qué. Qué querés, le quería decir él desde el vano de la puerta, con la casa entera detrás, los postigos cerrados contra el viento, los cuartos a oscuras. Pero se acercó y se sentó en el borde, a medio camino entre la cabecera y los pies de la cama, muy en el borde, casi cayéndose.
El movimiento que hizo ella fue rápido. Lo enganchó con las piernas como en una toma de yudo y lo abrazó con los pies. Y al mismo tiempo, o por lo menos así le pareció a él, se sacó la camisola, dejó el torso desnudo, la piel muy blanca, las pecas, los pezones rosados, y las piernas que le abrazaban la espalda, la pollera se había deslizado y estaba toda junta ahora arrugada, apilada, y ella tenía las piernas blancas abiertas, la piel suave del interior de los muslos expuesta, y tiraba de él con fuerza, los pies de canto, los huesos de los tobillos contra su espalda. Cuánta fuerza eran capaces de hacer esas piernas tan suaves.
Fue como caerse.
Un enchastre. Todo afuera, en la colcha y sobre sus propias piernas, en los muslos, no la había llegado a besar ni a tocar, no había querido mirar, pero había mirado. Debajo de la pollera, ella estaba desnuda. Ahora se desenredaba y se ponía de costado, se hacía un ovillo. Y él seguía ahí sentado, desbandado, sin mirarla.
Voy a dormir en la cama de al lado, dijo él.
Cuarenta años más tarde, después de un largo matrimonio que terminó en divorcio, se pregunta si con esta mujer que lo mira desde el otro lado de la mesa podrá hacer algo diferente con su vida.
̶ Por suerte yo tenía quince años y apenas me tocó acabé—dice, y abre las manos en el aire, como si dibujara una fuente de agua.
̶ ¿Y tu padre?  ̶ dice la mujer, como si estuviera acostumbrada a cuentos como este.
̶ Pensó que yo la había acompañado para que no enloqueciera. Al día siguiente se volvió a Buenos Aires y me dejó con ella todo el mes de enero. Yo le dije “nunca más me tocás un pelo”. Nunca más se me acercó. A la mañana me encontraba en la cocina con sus amantes, siempre jóvenes, pero no tanto como yo. Colorada del infierno.
La mujer frente a él no sabe por qué se siente en una balsa en medio de un mar, un puntito que sube y baja con las olas en un vaivén que no tiene fin. Le da vueltas el poema de una inglesa que vive en Gales. No se lo acuerda completo. El poema está ahí, como un fantasma. Qué poco se necesita para derribar las maleables geometrías del sexo, para perder el valor de amar. No el amor en sí. El valor necesario, la fe loca del pimpollo.
Ella también se pregunta si será posible este hombre que le está diciendo que una colorada del infierno lo hizo pensar por un momento que le había ganado al padre. No es eso lo que él le está diciendo, es ella que trata de interpretarlo todo como si eso pudiera salvarla de algo. Nunca le sirvió para nada estar atenta a todos los frentes, dar vueltas husmeando todos los rincones cuando sale con un hombre. Los ve, los escucha, los puede prever, pero no puede defenderse aunque crea saber confusamente lo que le espera. No sabe por qué siguió saliendo con Julián, pero un día cualquiera en esos primeros meses de salidas esporádicas, lo vio parado en la vereda del restorán, mirando hacia la esquina equivocada, él se giró hacia ella y sonrió, y la cara se le iluminó de alegría de verla, ella sintió que también se alegraba, y cuando lo abrazó fue consciente del calor que emanaba de él y de los bordes de su propio cuerpo, le gustó la conversación durante la comida, se sintió cómoda por primera vez, no tuvo necesidad de contarle demasiado, como si los dos hubieran pensado que eso recién empezaba y que tenían todo el tiempo del mundo, y al salir, el aire de la noche de verano le acarició la cara y los brazos, y en el abrazo de despedida hubo cierta torpeza de él  ̶ quiso abrazarla y apoyar el casco sobre el asiento de la moto a la misma vez y fue imposible y la golpeó sin querer. Las cosas tenían menos importancia de pronto, y al día siguiente ella se preguntaba “¿Qué fue? ¿Qué fue?”. Y de pronto lo supo: la dulzura de la vida.
Otro día, hablando de su divorcio, él dice: Durante un tiempo soñé. Soñé mucho. En los sueños estábamos todavía juntos y yo no quería que se acabara. Después no soñé más. Ella le cuenta la pesadilla que la despertaba a la mitad de la noche convencida de que había hecho algo irreparable. Hablan de esos ratos de entresueño, cuando la pesadilla todavía se aferra a la realidad y es como sacar telarañas con las manos.
Pero ella está pensando en la voz ronca de él. Es como un cable de acero. Se corta en los momentos menos pensados.
̶ ¿Nos vemos hoy?—dice el mensaje de texto un miércoles.
̶ ¿Qué haríamos?—tipea ella.
̶ De todo— escribe él.
̶ Me hiciste saltar el corazón.
̶ Decíle que no exagere.
En la autopista, en un viaje largo en auto, ella empieza a fantasear con darle clases de sexo. Se pregunta si sería posible hablar claramente, si él se ofendería o si tendría la franqueza de reconocer que coge como un adolescente de colegio de curas. Otro día se pelean por una pavada y él se va furioso. Después se arreglan sin demasiados aspavientos. Él se refiere a la pelea como a “el cortocicuito”. A ella por primera vez le molesta que él se levante de la mesa y salga fumar a cada rato y le siente el olor acre de los cigarrillos. En esa salida se equivoca con el plato que elije. Hace demasiado calor para la salsa de hongos. Ella se da cuenta de que él nunca le ofrece un bocado de sus platos y de que es él, siempre, el que se aparta cuando se abrazan. Y de que corta los besos. Cuando los besos se vuelven vertiginosos, tira la cabeza hacia atrás. Durante la comida, después de batallar un rato con la salsa de hongos, ella habla de cosas que le importan. Se le cruza la expresión “darse a conocer”. Una expresión ridícula. Él parece hacer muchos esfuerzos para escucharla, pero contesta con generalizaciones. Está bien. Ella puede estar chapoteando en la orilla todo el tiempo que sea necesario.
̶ No va andar. No va a andar—piensa un día cualquiera de finales del verano.
Acaban de llegar a su casa y él da vueltas como un perro que busca acomodarse en la cucha. Y después le da un beso. Besarse les sale realmente bien, es lo que mejor les sale si no fuera porque la mayoría de las veces él termina apartándose. Alguna vez no. Esta, no. Lo que sigue es decepcionante, rápido y torpe como las otras veces.
̶ Perdón, perdón —dice él cuando acaba.
Si por lo menos pudiera sentir gratitud en lugar de culpa.
̶ ¿Estás bien? —pregunta después.
Qué le puede decir ella cuando lo ve desnudo y satisfecho a su lado, cuando sabe, porque lo sabe, que él está esperando un tiempo prudencial para vestirse y salir a fumar. La harpía se despierta de su modorra y afila las uñas. ¿Cómo va a estar bien? Acaban de echarse un polvo de, a lo sumo, diez minutos, y no fue precisamente uno de esos rapiditos en los que los dos vienen hace rato preparando el choque de los cuerpos y se sacan las ganas contra una pared o en el baño de una fiesta. Trata de concentrarse en el calor de estar desnudos en la cama. Piensa en las mujeres que viven sin acabar, en las mujeres que siguen casadas toda la vida con un hombre que no sabe o no puede hacerles el amor, y que logran armar su vida lo más bien, cuidar a los hijos, cuidar a los maridos que nunca dejan de ser adolescentes, mujeres que dedican su vida a un hombre enfermo o paralítico. Son el ejemplo que le dieron las monjas durante trece años. El ejemplo que encastra perfectamente con las ideas subliminales o no tan subliminales del colegio de curas de él, con las enseñanzas del brother de catequesis que les hablaba de pijas que se pudrían por meterlas ahí, ahí donde él nunca la toca, ahí donde no mira, el agujero negro de todas las mujeres del mundo. Pero ella no es abnegada. Ella lo resiente. No solo por eso. Lo resiente porque a su lado se siente voraz.
Ah, la calma por fuera y la ira por dentro. ¿Cómo se atreve él a llamar a eso “un polvo“? Lo mira vestirse. Ya le dijo la primera vez que no tiene el hábito de andar desnudo. Sale a fumar.
Lo deja un jueves. Es imposible saber si a él le duele. No le hace preguntas. No quiere saber por qué lo deja. Están sentados en una mesa en la calle y él puede fumar tranquilo. Y fuma.

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