Poema para Matilde
Yo que tantos hombres he sido, no he sido nunca, aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. J. L. Borges
Sevilla, un domingo de febrero de 1920.
sea que eres de Argentina. Ya me parecía a mí que tenías un
acento curioso. Y argentino universal además, tan joven y todo
lo que has viajado. ¿Y hasta hace poco vivías en Ginebra?
No hombre, qué va, yo en Ginebra no he estado nunca. En realidad yo
no he estado en casi ninguna parte, soy uno de esos tipos sin curiosidad,
a los que viajar les trae sin cuidado. He salido de mi barrio, como
aquel que dice sólo una vez y fue a la fuerza. No sería más viejo que tú
cuando me tuve que marchar a Barcelona, donde malviví muchos años.
Pero hablábamos de ti. Así que lo tuyo es la literatura. ¿Y dices que
acabas de publicar un poema al mar? Si hombre, claro que conozco la
revista Grecia, ¿Cómo no la voy a conocer? Precisamente yo tengo una
librería, Librería Renacimiento se llama, aunque en el barrio todavía la
conoce todo el mundo como la librería del ciego, le viene del apodo de
Matías, mi suegro, que fue el propietario hasta que murió, ya hace algunos
años. No, qué va, no era ciego, sólo muy miope, es que a los andaluces
nos gusta exagerar. Yo aprendí el oficio de él. Pero ya estamos
otra vez, si me dejas hablar no tengo freno. ¿No tienes por ahí tu poema?
¿Sí? Pues claro que me encantaría que lo leyeras, adelante, no seas tímido.
¿Qué me parece? Muy bien, muy bien, tienes más imaginería que una
procesión de Semana Santa, qué bonito todo eso de La Copa de Estrellas
y Las Oriflamas de Faroles... Ahora, que si me permites la sinceridad,
te diré que me parece que se te nota en los versos que el mar y tú
no sois tan íntimos como dices. ¿Sabes? mientras leías estaba acordánO
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dome yo del mar. Allá en Barcelona, se puede decir que no hice otra
cosa que trabajar como una bestia. Estaba pluriempleado, por las ma-
ñanas corregía pruebas para la editorial Boix y por las tardes trabajaba
de dependiente en la Librería Alfau, la más grande de la ciudad. Así
que los días de la semana se pasaban sin sentir, menos los domingos,
que se me hacían interminables. Y es que no tenía más compañía que
mis libros, las cartas de Matilde y mucha amargura. A veces, para distraerme,
tomaba un tren de cercanías a alguno de los pueblos vecinos.
Una de aquellas veces acabé en Salou, que tiene unas playas enormes y
aquel día lo pasé entero frente al mar. No hice otra cosa que pasear,
mojarme los pies y echar lagrimones. Pero cuando volví a mi semisótano
de la calle Muntaner me sentía menos solo y un poco menos desgraciado.
Regresé al domingo siguiente y al siguiente y al otro. Así durante
veinte años. Y mira, en todo aquel tiempo nunca acerté a descubrir
en el mar imágenes rojas y lumínicas, ni Thulés ebrias de luz y lepra ni
ninguna de todas esas cosas tan bonitas que escribes. Lo veía cambiar
de color, eso sí, cuando llegaba a Salou, a eso de las siete era de un azul
muy oscuro, casi gris, y conforme avanzaba la mañana se iba volviendo
esmeralda y después azul otra vez, al avanzar la tarde. Cambiaba de
color y cambiaba de humor también, muy temprano solía estar tranquilo
y volvía a adormilarse con el crepúsculo, pero durante el día se agitaba
sin cesar como si quisiera decirme algo. La playa solía llenarse de
gaviotas, que parecían ángeles en el aire y diablejos sucios cuando iban
saltando por la arena, buscando desperdicios para alimentarse. Yo me
sentaba en las dunas, o paseaba playa arriba y playa abajo. Tomé la
costumbre de contarle mis penas. Me dio por pensar que me entendía,
ya ves, aunque lo único que me contestaba a todo era el poom–ta–ta–
poom de las olas. Ni siquiera el día que nos despedimos cambió de conversación.
Había llegado, por fin, la carta de Matilde que yo había esperado
por cuatro lustros, pidiéndome que regresara. Aquel domingo
tomé por última vez un tren para Salou y le leí al mar aquella carta mil
veces, primero a gritos y luego con la voz ronca de tanto desgañitarme,
llorando y riéndome como un demente. ¿Y sabes qué me contestaba?
Poom–ta–ta–poom. Y sin embargo, después, a lo largo de los años, me he
acordado de aquel mar muchas veces, el único amigo que tuve por entonces,
y el único consuelo.
¿Lo ves? Ya he vuelto a desvariar. Eso es la vejez, hijo. En lugar de
hacernos más sabios, con la edad se nos reblandecen los sesos. ¿De
verdad que no estás molesto conmigo? Me das una alegría, los poetas
jóvenes se amoscan enseguida que no les aplauden los versos y yo soy
muy criticón. Lo que quería decirte es que a mí me parece que un poe-
Poema para Matilde 225
ma, un auténtico poema es una cosa que tarda tiempo en gestarse, algo
que se escribe cuando te han calado las experiencias, por decirlo así.
Cuando te has pasado décadas acudiendo al mar y después te has olvidado
de él para dedicarte a otra cosa, a vender libros, por ejemplo. Y
a lo mejor todavía años más tarde, puedes sentarte frente a un papel y
en unas pocas líneas expresar todo eso que has vivido y luego olvidado
y vuelto a recordar y ya es más que un recuerdo, es poesía. No sé, esa
poesía a la que yo me refiero sería como un brandy viejo, mientras que
los versos que tú escribes son como los finos de esta tierra, que se te
suben a la cabeza sin sentir y te alegran la mañana. Si acaso les falta
algo son esos veinte años que todo brandy que se precie tiene que
dormir en la barrica, ¿no te parece?
¿Qué si me puedes hacer una pregunta personal? Faltaría más hombre.
A ver, Curro, pon otras dos manzanillas. Vinos como éstos no tendréis
en Ginebra ¿verdad? Venga, a tu salud. Tú dirás. ¿Qué por qué me fui
a Barcelona? ¿Y quién es Matilde? No, si ya te digo. Como no te andes
con tiento acabarás por pasarte el domingo como el mar de Salou,
oyéndome monologar. Matilde es mi mujer. Y mis veinte años de destierro
en Barcelona, una larga historia. No, no me importa contártela, si
tienes la paciencia de escucharla. ¿Estás seguro? Entonces ponte cómodo
porque tenemos para un rato.
Matilde era la única hija de Matías el ciego. Ella tiene tres años y medio
menos que yo. Cuando empecé de aprendiz en la librería aún era una
mocosa que no levantaba un palmo del suelo. Parecía una gitanilla, con
su piel tiznada y el pelo oscuro como la obsidiana. Solía venir al mediodía
a buscar a su padre, con el recado de que la comida estaba lista
y por las tardes la madre la mandaba a traernos un café a la hora de la
merienda. A veces, Matías la dejaba quedarse enredando en la tienda,
cuando no había mucho trabajo. Matilde se pegaba a mí como una remorilla
y yo me hacía el importante enseñándole libros raros y presumiendo
de poeta porque me sabía de corrido algunos versos de don
Manuel Machado.
Aunque yo también hice mis pinitos como poeta, no creas, fue una carrera
corta la mía, pero muy fructífera. Verás. Yo acababa de cumplir
dieciocho años cuando Matilde se ausentó un tiempo, ocho o nueve
meses por lo menos, se fue con la madre a cuidar a un abuelo, que estaba
muy enfermo. Ya casi ni me acordaba de ella y cuando entró por
la puerta de la librería, era un veinticinco de mayo, faltó poco para que
me cayera muerto al suelo, no sé cómo explicarte, la miraba y no la co-
226 Juan José Gómez Cadenas
nocía, yo recordaba a la chiquilla morena que me perseguía por la tienda
y tenía delante una mujer como no se ha visto otra igual en Sevilla.
Vaya, no te esperabas que me pusiera tan vehemente, ¿verdad? Pues si
te dijera que intento no exagerar para que no pienses que chocheo. En
fin, aquella misma noche empecé a escribirle versos y no paré hasta
darle el primer beso. Eso sí, después no perseveré. Era primavera en
Sevilla, el aire olía a jazmines y yo me desvelaba cada noche pensando
en sus ojos, en sus labios, en aquel cuerpo suyo como una espiga. Perdí
el apetito y tenía calentura y los pies no me tocaban el suelo, pero cada
vez que intentaba traducir tantos sentimientos a palabras sólo acertaba
a escribir simplezas. Así que lo dejé sin remordimientos.
Mira, yo creo que deberías venirte a comer a casa y seguimos la conversación
allí. Es decir, si todavía te queda paciencia. Aunque te advierto
que los guisos de Matilde merecen aguantarme la charla. Pues
claro que lo digo en serio, además, estoy seguro de que a mi mujer le
va a encantar tu poema. ¿Qué, te decides? Estupendo. Déjame, ya pago
yo. Insisto, hombre. Ya invitarás tú cuando ganes algún premio. Qué
seguro que lo ganas.
No, hijos no hemos tenido, por desgracia. Matilde no puede. ¿De veras
quieres que siga con esa historia? Bueno, hombre, de acuerdo, a condición
de que nos tomemos otro fino antes de llegar a casa, porque de
estas cosas, prefiero no hablar delante de ella.
¿Por dónde iba? Nos hicimos novios. Matías me quería como un hijo y
nos dio su bendición desde el principio. Lo malo es que nos veíamos
venir uno de esos noviazgos eternos, a la andaluza. Nosotros, a los dos
años ya no podíamos más, Matilde y yo, ya me entiendes, nos quemá-
bamos con sólo mirarnos. Así que al final me armé de valor y hablé con
Matías. Él empezó con lo de siempre, que éramos muy críos, que había
que labrarse un porvenir, pero cuando me puse terco acabó por confesarme
que el negocio no iba bien. Tú no conocerás mucho España, me
imagino, pero aquí nadie gasta en libros. En este país la gente compra
libros para presumir, no para leérselos y por desgracia, dan poco margen
de beneficio y en aquellos años menos, así que Matías se las veía y
se las deseaba para seguir tirando. Debía dinero. Unos años atrás había
pedido un préstamo para hacer reformas en la librería. El pobre había
sido muy optimista o no había entendido que los intereses eran abusivos
o las dos cosas. Y claro, en esas condiciones no quería ni oír hablar
de boda. Al final pasó lo inevitable. Murió aquel abuelo que Matilde
había estado cuidando tantos meses y sus padres tuvieron que ausentarse
y con las prisas no se acabaron de dar cuenta de que nos dejaban
Poema para Matilde 227
solos. No te voy a contar lo que fueron aquellas tres noches, pero te
aseguro que me pondría delante de un toro por recuperar una sola de
ellas. El caso es que ella se quedó embarazada y, aparte del disgusto
que les supuso a los viejos, nosotros nos las prometíamos tan felices,
porque la única salida decente pasaba por la vicaría.
Y ese sería el final de mi historia, imagino, de no haber cruzado la desgracia
a Juan Urbano en nuestro camino. Según se mire, todo fue culpa
de un libro. Al destino le gustan las bromas pesadas, Juan no habría
sabido jamás de Matilde de no ser por la única devoción que hemos
tenido en común, la de los libros viejos. Pero déjame que te cuente. La
familia Urbano es una de las más pudientes de Andalucía. El padre de
Juan vino de Alemania, dicen que era judío, su apellido era Urbuch, o
Urbach, o algo por el estilo, pero al poco de llegar lo cambió para que
sonara a cristiano. Abrió una tienda de antigüedades, que según afirman
las malas lenguas no era más que una tapadera para encubrir un
negocio de usura. El caso es que le fue bien, ganó dinero, aunque sus
negocios eran insignificantes en comparación con los que montó su hijo
tiempo después. Y sin embargo, de muy joven, Juan parecía querer salirse
por peteneras, pasó unos años deambulando de un sitio para el
otro, París, Viena, Madrid, dedicándose a la bohemia. Matías, que lo
conoció por aquella época, aseguraba que era un mozo soñador, con
talento para la música, un poco crápula. Un señorito, vamos, como hay
tantos en Sevilla. Y de repente cambió de actitud, o más bien de personalidad,
Matías decía que era como si fuera otro hombre distinto. Si
para la música tenía talento, para los negocios resultó ser un genio.
Empezó dedicándose a la compraventa de fincas, parecía tener un sexto
sentido que le decía en qué tierras valía la pena invertir y en cuáles
no, cuándo vender y cuándo comprar y a qué precio, luego se introdujo
en el negocio del aceite como si llevara toda su vida en eso y después
abrió fábricas, compró una naviera, se hizo con dos de los tres mayores
bancos de la provincia. Era como el rey Midas, transformaba en oro
todo lo que tocaba. En poco tiempo se convirtió en el hombre más poderoso
de Sevilla.
Tenía cosa de quince años más que yo. Era muy agraciado, igual que su
padre. Fornido, rubio, que aquí son raros, con unos ojos muy azules,
como es corriente entre los teutones. Recuerdo haberlo visto, siendo yo
un mocoso, paseándose a caballo por la feria, alto y tieso como la Giralda,
saludando a las damas de tronío desde lo alto de su jaca. Era un
jinete de primera, y en todas las ferias se lucía en las carreras, por no
decir cuando salía a la plaza a rejonear. ¿Que cómo podía destacar en
228 Juan José Gómez Cadenas
tantas cosas? Eso mismo se preguntaba toda Sevilla, créeme, daba la
impresión de que había pactado con Belcebú para poder desdoblarse
en una docena de hombres diferentes, uno que llevaba los negocios de
la familia con mano de hierro y otro que se bebía la noche en los tablaos,
el que se la jugaba delante de los toros y el que entraba de vez en
cuando en la librería a charlar con el ciego y a husmear catálogos, buscando
libros raros, por los que tenía auténtica pasión.
¿Tomamos la última? Fue uno de esos libros, como te decía, el causante
de nuestras desdichas. Matías consiguió un ejemplar de Los abismos cotidianos,
de Costamagna, una obra rarísima que Juan codiciaba desde
tiempo atrás. Recuerdo que me mandó a buscarlo con la noticia y que
Juan se empeñó en acompañarme inmediatamente a la librería y como
fuimos todo el camino conversando sobre literatura. Mal que me pese
tengo que reconocer que era un erudito. Pagó un precio exorbitante por
el libro, el doble de lo que Matías había sugerido, sin pestañear. Era su
forma de ser. Compraba lo que se le antojaba sin importarle el precio.
El viejo mandó recado para que su mujer nos bajara una botella de anís
para celebrar el trato y a la pobre vieja, ¿qué iba a saber ella?, no se le
ocurrió mejor idea que enviar a Matilde.
Te vas a reír, pero desde el mismísimo momento en que la vi entrar por
la puerta supe lo que se nos venía encima. Tenías que haber visto cómo
la miraba Juan, era como si le doliera verla, como si se le fuera a partir
el corazón, y a la vez la miraba como había mirado el libro de Costamagna,
por un momento me pareció que se iba a arrodillar delante de
ella y luego que le iba a ofrecer a Matías un precio por su hija allí mismo.
Pasó una eternidad. Matilde sirviendo las copas, Juan sin quitarle
la vista de encima, como si no existiera nadie más en el mundo, el ciego
mascullando insensateces y yo saboreando un anís que me sabía a cicuta.
Pero debieron ser tan sólo unos instantes, al cabo de los cuales Matilde
se había retirado, Matías envolvía el libro y yo me envenenaba
con mi propia bilis.
Aquella mañana empezó nuestro Calvario. No fue sólo el mío y el de
Matilde y mis pobres suegros. Juan también sufrió lo suyo. Yo creo que
hasta entonces había conseguido siempre lo que se le metía entre las
dos cejas. Supongo que, al principio, ni se le pasó por la cabeza que
conquistar a Matilde tuviera dificultad alguna. Para qué decirte que
Juan era un rompecorazones, que no había mujer en Sevilla que se le
resistiera, que se contaban historias de arañazos y bofetadas y hasta
alguna cuchillada por dormir en su cama. Cómo se iba a imaginar que
le resultara indiferente a Matilde. La abrumó con regalos, recuerdo que
Poema para Matilde 229
le mandaba cada día diecisiete docenas de rosas, una docena por cada
año de ella. Después de las flores empezaron a llegar vestidos como
para el ajuar de una reina, con sus etiquetas de las tiendas de París y un
ejército de modistillas para ajustarle todas aquellas telas, daba igual
que ella protestara, que se negara a probarse nada, que las despidiera
con pocos miramientos. Al día siguiente llegaban otras vez las flores y
los vestidos, y aparecía el dueño de la joyería más cara de la ciudad con
unos pendientes de oro en los que brillaban unas perlas como huevos
de paloma. Cuantos más regalos llegaban y más caros, más se enfurecía
Matilde. Supongo que Juan no conseguía entender que una niña de
diecisiete años pudiera tener el corazón tan firme, que lo desdeñara a
él, que era como un príncipe en Sevilla, que prefiriera a un aprendiz de
librero, que no tenía donde caerse muerto. Y sin embargo así era. Cuantos
más regalos llegaban, cuanto más insistía él en cortejarla, más intentaba
ella convencer a su padre para acelerar los trámites y casarnos de
inmediato. Pero el pobre Matías tenía miedo de desairar al cacique y se
convencía de que era mejor esperar unas pocas semanas, hasta que se
le pasara la obsesión.
Pero ya te imaginarás que la obsesión le iba a más cada día. Finalmente
se decidió a declararse a Matilde, como no había hecho antes en su vida,
según le confesó. Ella le dijo que no, por las buenas primero y por
las regulares cuando él no quiso avenirse a razones y al final por las
malas. Tanto le insistió que tuvo que confesarle que estaba embarazada
de dos meses y que nos íbamos a casar en unas semanas. Después de lo
cual le pidió sin disimulos que nos dejara tranquilos.
Al día siguiente Juan hizo llamar a Matías. Ya te he dicho que el viejo
debía dinero. Todo el que tiene un negocio en España debe dinero y
todo el que debe en este país está acostumbrado a renegociar los pagarés
vencidos. Pero en cuanto Juan dio sus órdenes, Matías se encontró
con que no podía hacer frente a sus deudas. No sólo era perder el negocio.
En Sevilla, los jueces también estaban en la nómina de la familia
Urbano. Para el ciego no había más alternativa que doblegarse a la voluntad
de Juan o enfrentar la ruina.
¿Qué hice yo? Pues a mí, que era un poco infeliz y tenía la cabeza muy
caliente, me pareció que el asunto se arreglaba echándole un par de
cojones. Fui a buscarlo un día, a una de sus fincas, con mi cortaplumas
en el bolsillo. Todavía cojeo un poco, ya te has dado cuenta antes. Eso
fue de la paliza. También las marcas debajo de los ojos y algunas costillas
rotas. Juan me tenía tanta inquina como yo a él y desde luego sabía
manejar los puños y también las punteras de sus botas de montar, te lo
230 Juan José Gómez Cadenas
aseguro. Me pasé más de un mes en el hospital y luego otros dos entre
rejas por allanamiento de morada, intento de agresión y no sé cuántas
cosas más.
Piénsalo. A Matilde no le quedaba otro remedio que casarse con Juan o
cargar con la responsabilidad de que nos pudriéramos en la cárcel su
padre y yo. Él ni siquiera se arredró porque estuviera embarazada ni
porque deseara ese hijo con toda su alma. La pobre chiquilla acababa
de cumplir los dieciocho el día que le hicieron la carnicería. Faltó poco
para que no lo contara. Eso fue un accidente imprevisto, desde luego.
Más tarde Matilde me contó que Juan estuvo a punto de estrangular
con sus propias manos a la bruja que le practicó el aborto.
Cuando salí de la cárcel ya se había celebrado el matrimonio. De eso
me enteré por el sicario que me acompañó, por decirlo de alguna manera,
a la estación de tren. Recuerdo que era un tipo bajito, jovial, muy
afable y que llevaba un bulto muy aparatoso bajo la chaqueta, a la altura
del sobaco. Mientras esperábamos el tren, me repitió unas cuantas
veces que me convenía no volver a pisar Sevilla. Por si no lo había entendido
bien, dejó que viera la culata de su revólver, cuando se abrió la
chaqueta para sacar un billete de ida a Barcelona.
Y así empezó mi destierro. De los primeros tiempos, prefiero no acordarme.
Llevaba ya casi un año en Barcelona cuando me llegó la primera
carta de Matilde. Yo no había vuelto a dar señales de vida desde que
escapé de Sevilla y pensaba que nunca iba a volver a saber de ella, pero
me localizó sin mucho esfuerzo gracias al dueño de la librería Alfau,
donde yo trabajaba, que era amigo de su padre. Recuerdo lo que lloré
con aquella primera carta, no tanto por las desgracia que nos había caí-
do encima, que ya no tenía remedio, sino acordándome de la chiquilla
que me perseguía entre los libros, llenando la tarde de cascabeles. Matilde
acababa de cumplir los veinte años cuando me escribió aquella
carta, pero lo mismo hubiera podido tener doscientos. Era una carta
larga, serena, más amarga que el zumo de la mandrágora. La leí y releí
hasta sabérmela de memoria y durante semanas la llevé en el pecho,
como un escapulario. Por las noches me dormía llorando encima de
aquellas cuartillas y las abrazaba en sueños, como si pudieran acercarme
a ella. Intenté no contestar. Me parecía inútil, cruel, una forma estúpida
de prolongar nuestra agonía. Pero no pude evitarlo. Y así empezó
una correspondencia que duró veinte años.
Yo le mandaba las cartas a la librería Renacimiento donde ella las recogía
aprovechando las visitas a sus padres. Supongo que Juan no ignoraba
todo aquel ir y venir de cartas, pero prefirió no darse por entera-
Poema para Matilde 231
do. Yo en cambio, casi a mi pesar, empecé a mentarlo en mis cartas,
aunque Matilde, al principio, se negaba a hablar de él, y las raras veces
que lo hacía no usaba su nombre de pila. Se refería a su marido llamándole
por el apellido alemán, como si fuera un extranjero. ¿Por qué
me interesaba yo por el hombre que más me ha dañado en esta vida?
Pues te confieso que, sobre todo, fue darme cuenta, cuando el rencor
me dejó pensar, que no conseguía entenderlo. ¿Por qué nos había destruido
a todos para casarse con una mujer que lo odiaba? Él, por quién
suspiraban todas las hembras de Andalucía. Todas menos su esposa,
ya te digo que al destino le gustan las bromas pesadas. Matilde me contaba
en sus cartas que él nunca cejó en su empeño de ganarle el corazón,
de hacerse perdonar. Ella nunca le dio una oportunidad. Quizás
por aquel niño que perdió a la fuerza, quizás por los hijos que nunca
podría tener. No sé. Si te soy sincero, a veces me da la impresión de
que cada uno de nosotros interpretó durante décadas su papel, como
actores de una tragedia que no conocieran del todo el guión de la obra.
A menudo me he preguntado por qué no intenté rehacer mi vida en
Barcelona, empezar de nuevo, olvidarme de un pasado que llegó a ser
tan remoto como un sueño de la niñez. Cómo pude alimentarme tanto
tiempo con el recuerdo de tres noches de primavera y unos ojos negros.
De dónde saqué aquella fe absurda, que, a veces me da por pensar que
era la misma a la que se aferraba Juan Urbano, esperando que Matilde
lo perdonara.
Venga, acábate eso y vámonos que se nos va a hacer tarde. ¿Qué pasó
después? Pues pasó mucho tiempo. Hasta que Juan murió de cirrosis,
un domingo de Pentecostés. Matilde me había contado en sus cartas
que bebía mucho. Fue una enfermedad lenta y solitaria. Ella no lo perdonó
ni siquiera en su lecho de muerte. A veces, cuando lo pienso, se
me antoja que acabó por sufrir más que nosotros, que la tristeza lo mató
más que las borracheras. Dejó entre sus papeles centenares de cartas
que le había escrito en secreto. Es posible que le escribiera más que yo
mismo, a lo largo de todos aquellos años. No pude vencer la tentación
de leer alguna de ellas. Eran cartas de amor. Folios y folios, desesperados,
hirviendo de pasión, cuajados de poemas. Si alguien, veinte años
atrás me hubiera jurado delante de la Virgen que yo lloraría por Juan
hubiera pensado que estaba loco. Pero así fue, no sé si llegué a compadecerme
de él o fueron aquellos versos tan lúcidos, tan tristes, que Matilde
nunca leyó. Cuando le di las cartas las quemó sin vacilar, sin tomarse
la molestia de abrir una sola de ellas.
232 Juan José Gómez Cadenas
Ya llegamos. Sube, sube, tú delante. Pasa hombre, estás en tu casa.
Bueno, te voy a presentar, Matilde, este joven es poeta, lleva toda la
mañana soportándome, te haces cargo, ¿verdad? He pensado que lo
menos que podía hacer por él era invitarlo a comer. Venga, siéntate. A
los postres nos lees otra vez ese poema tuyo tan bonito. No le hagas
ningún caso a mis desvaríos de antes ¿eh? En confianza, yo creo que lo
que me pasa es que me da envidia que sepas escribir todas esas cosas
siendo tan joven, a mí ya me gustaría, no sé, dar con un poema para
Matilde, uno que resumiera todo lo que te he contado. Lo que hablábamos hace un rato ¿verdad? Un poema que contara una vida en unas
pocas líneas. A veces me da por pensar que ese poema ya lo escribió
Juan Urbach y se quemó sin que nadie lo leyera. Pero no importa. Yo
creo que un poema, un auténtico poema, existe para siempre en la
mente de Dios y Él lo susurra de tarde en tarde al oído de los elegidos.
A lo mejor, un día, te dicta a ti esos versos.
Juan José Gómez Cadenas
Valencia
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