sábado, 17 de junio de 2017

El laberinto



EL LABERINTO
Rafael Pinedo
Argentina





I.

Salgo de El Refugio.


Cuarenta y siete pasos. Giro a la izquierda. Otros cuarenta y siete pasos. Otro giro a la izquierda.






Otra vez. Nuevo giro. Los últimos cuarenta y siete.


Vuelta. Esta vez los giros son a la derecha. Los pasos son los mismos: cuatro veces cuarenta y siete.


Todos los ángulos fueron rectos.


Todos los pasos fueron iguales.


Nunca llegué al mismo lugar.


II.

Hubo otros laberintos, un Dédalo, un Minotauro.

Este no es otro, este es El Laberinto.

Inevitablemente,

El Laberinto es siempre igual.

Siempre cambiante.


III.

Apenas lo crucé, el portal se cerró con un ruido sordo.

Reconozco el lugar, ya estuve, aunque ahora entré por otro lado.

Recorro nuevamente esa galería de jaulas con rótulos,

y extraños seres ocupándolas.

Me detengo frente a una vacía, que lleva mi nombre.

Releo el cartel con la descripción.

Una sombra me cae como una llovizna.

El texto cuenta todo lo que hice desde la última vez que lo leí.


IV.

El aire se iba tornando más denso.

Congoja. La presión había bajado, la tristeza y la temperatura aumentaban.

Estaba llorando. Su nariz moqueaba y goteaba. La cantidad de lágrimas no guardaba relación con su estado.

Transpiraba. Mucho.

Un ruido extraño lo sobresaltó: gotas sobre un hierro candente.

Eran sus lágrimas, su sudor, que deshacían, disolvían lo que tocaban. No podía retener los líquidos.

Cada vez lloraba más, sudaba más, meaba, cagaba.

Podrían ocurrir dos cosas: se deshidrataba o, mucho antes, el suelo se desintegraría bajo sus pies.

Y caería. Vaya a saber dónde.

Trató de agarrarse a la pared: se derretía al contacto de su mano mojada.

Retroceder no era posible. Comenzó a avanzar.

Corría. Todo se derrumbaba detrás suyo con un ruido ensordecedor.

Un trapecio delante, lejos, más cerca, cada vez más cerca.

Saltó, los brazos estirados hacia la barra. No se deshizo al tocarla.

Menos mal. Agotado, se sentó.

Todo se derrumbó a su alrededor.

La emisión de líquidos se detuvo.

Solo quedó él, sentado en la barra del trapecio, sintiéndose ridículo.


V.

Caen afiladísimas espadas. Son intolerables. Intolerables. Las esquiva.

Duda si abrir los ojos o lanzarse de cabeza por el agujero de la pared.

Se tira, sin saber que hay mas allá.

Más allá no hay nada, salvo esas luces desesperantes, desesperadas, que más que iluminar, queman.

Tienen una regularidad que hace fácil eludirlas.

Esta vez no hay agujero en la pared.


VI.

No se lucha con El Laberinto

Solo se sobrevive


VII.

Por la escalera llegó a una oficina. Entró y caminó tranquilo hasta su escritorio de siempre.

Se sentó frente a los papeles y aceptó un café. Sumó en su máquina.

Todo era muy simple. No recordaba haber hecho nunca otra cosa.

Un par de horas después volvió el dolor de la espalda.

Recordó el consejo del médico: caminar cinco minutos cada hora, aunque sea dentro de la oficina.

Se levantó, doblándose un poco hacia atrás con las manos en la cintura.

Deambuló lentamente. Sus compañeros ya estaban acostumbrados.

Se acercó a la ventana. Miró el cielo, límpido, y luego hacia abajo.

No encontró la calle tranquila de siempre: había un charco lleno de formas gelatinosas que se movían.

Recordó. El Laberinto puede tomar cualquier forma.

Abrió la ventana y saltó con asco: era la única salida.


VIII.

Se incorporó instintivamente, sintiendo una mirada.

De pronto la vio. Dudó. Era ella, otra vez.

Estaba igual, apenas cubierta por un taparrabos. Un cuchillo colgaba de su cintura.

Inmóvil y sorprendida, no dio señales de reconocerlo.

La presencia humana en El Laberinto era desconcertante.

Una mujer.

No pudo emitir sonido alguno, la garganta como llena de arena seca y caliente.

Ella podría no escuchar ni reconocer palabras.

Podría ser un animal, bello pero salvaje.

Se quedó quieto.

Un leve movimiento y ella saltó lejos. Huyó.

Gritó. Aceleró su carrera.

Corrió detrás. Era mas rápido, no más joven, pero más rápido.

El recinto era rectangular, desnudo, sin salida.

Necesitaba agarrarla.

Ella iba, vertiginosa, hacia la pared lisa. Él se acercaba.

Ella llegó al borde. Saltó con los pies para adelante. Desapareció.

Por más que buscó no descubrió ninguna marca en la pared.


IX.

Tocó un portón más alto que él. Al apoyarse, este cedió y se abrió.

Una ovación. Encandilado cerró los ojos. Intentó ver.

Un círculo de tierra, grande. Tribunas con figuras difusas, algunas vagamente humanas.

Algo parecido a una mesa viene hacia él. Con un frasco. Silencio.

Latido en un párpado. Al girar la cabeza siente los músculos como de cuero. La boca seca. Las rodillas quieren temblar.

Le tiran objetos. Levanta el frasco. Nuevo silencio.

Se queda quieto. Un grito, dos, muchos. Vuelven a caer cosas. Algo como una lanza.

No tiene otra alternativa. Bebe del frasco.

Se le nubla la vista. Asco. Arcadas. Quema. No quiere morirse.

En el otro lado de la arena una figura hace lo mismo.

Un calor le sube. El terror vira hacia otra cosa, no sabe qué.

Pierde la conciencia, no cae.


Está tirado a un costado del círculo. Los espectadores se retiran.

Sucio. Le cuesta enfocar la vista. Alrededor hay manchas, objetos que parecen armas.

La figura del otro lado no está. No sabe dónde pueda estar.

Mira su cuerpo, sus manos chorreantes, los restos en las uñas. Comprende.

Se queda solo.

Llorando. Llorando por lo que hizo.


X.

Cualquier ser o cosa que esté dentro de El Laberinto le pertenece

Forma parte de Él

Pero no le importa


XI.

Se escuchaba ruido de agua.

Trepó por el túnel, buscando la luz que allá se vislumbraba.

Asomó primero el sombrero. No pasó nada. El aire olía bien.

Sacó una mano, la cabeza, miró alrededor.

El lugar se parecía mucho a un patio andaluz. Al salir quedó sentado en un reborde en el centro de una fuente. Con peces rojos.

Había visto suficiente Laberinto como para no creer en la imagen.

Se acuclilló en el borde, para ver mejor.

Lo que veía era muy bello,

Ya sabía, sin embargo, desconfiar.

Todo estaba muy, muy quieto. Todo era muy, muy bello.

Ni una mota de polvo en el piso.

No puso el pie en el agua, ni siquiera estaba seguro que lo fuera.

La fuente era lo suficientemente angosta como para salvarla de un tranco.

Juntó coraje y dio el paso que lo separaba del borde. No pasó nada.

Miró atentamente el diseño del suelo. Era muy antiguo, mudéjar, perfecto. El vértigo de la simetría.

Con cuidado apoyó su bota fuera de la fuente.

Algo crujió, como si hubiera pisado una alfombra de cucarachas.

Retiró el pie a toda velocidad.

Lo que había quedado bajo su suela estaba aplastado, segregaba un líquido blancuzco, y ya las baldosas de alrededor se habían desplazado, deglutiendo a las rotas.

Se había reacomodado, quedando todo como antes.

De su morral sacó un resto de carne, lo dejó caer.

Nuevo movimiento abajo. La carne desapareció.

Imposible salir por ahí.

Volvió al agujero por donde había entrado. Estaba anegado.

Tampoco por ese lado.

Se sentó.

Era improbable que hubiera otro peligro. No sabía por qué, pero raramente había más de un elemento de riesgo en cada espacio. Como si se anularan unos a otros.

O hubieran sido puestos con un propósito. O como si El Laberinto probara a sus criaturas con una cosa por vez.

Corría el riesgo de morir de inanición.

Pensó. Pensó mucho.

Las baldosas no cubrían la fuente.

Decidió probar el agua.

Introdujo un dedo con cuidado. No sintió nada.

Dejó caer una gota fuera.

Como si fuera ácido, se levantó un vaho.

El suelo tardó casi un minuto en volverse a cerrar.

Hizo cálculos. El lugar no era grande, pero solo tenía su sombrero para cargar líquido.

Lo llenó. Por los orificios salían chorros finos y constantes.

Salió abriendo un fétido y asqueroso camino.


XII.

El paraje era agradable, y no había peligros a la vista. La luz era suave.

Un prado con rocas de tonos pardos y ocres.

Se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Relajado.

A su izquierda estaba el pasillo por el que había llegado. Podía ver cualquier cosa que apareciera por ese lado.

Disfrutaba el momento. Casi. Una sensación se le escapaba.

Una brisa lo acarició como una mano cálida.

Nunca había sentido viento en El Laberinto.

Su cuerpo pidió movimiento: caminó hacia las rocas. Trepó sigilosamente.

Todo parecía muerto.

Llegó al tope. Miró del otro lado: montones de huesos, calcinados.

El aire se calentó un poco más. Un poco más. Más.

Salió rápidamente.


XIII.

Siempre hubo El Laberinto

Su tiempo tiene que ver con otro tiempo

Con el tiempo de El Laberinto


XIV.

No vio el pozo. Cayó. Mucho tiempo. Vacío e incertidumbre. Lo inefable.

El final fue suave. Amortiguado por algo como un colchón con la consistencia del barro blando.

Oscuridad. Se quedó quieto, acostumbrando la vista.

Empezó a sentir un hormigueo suave que le subía desde las manos y los pies.

La cosquilla avanzó por sus miembros, llegó a la nuca, a la cabeza.

Se tocó el pecho. Estaba cubierto de insectos, moscas, que crujían y se rompían al apretarlas.

Avanzaron sobre él. Quiso gritar. No pudo. Lo paralizó el miedo de abrir la boca y que se le llenara de bichos.

Era una horrible manera de morir...

Sus sentidos se detuvieron.

Sin saber cuánto tiempo había pasado volvió a recuperar sus percepciones. Se sentía relajado y fresco. Percibió una tenue claridad.

De pronto recordó. Saltó. Asqueado. Nada sobre su cuerpo.

El piso y las paredes: lisos y limpios. Salir. Pronto.

Inspeccionó. Unas hendiduras en un lado servían para subir.

Escaló. Se sentía extraño, muy extraño.

La idea de que los insectos estuvieran en su interior casi lo hizo caer.

Llegó al borde. Salió. Se sentía bien. Su cuerpo parecía prestado. Era agradable.

Lo descubrió al rato, cuando tuvo ganas de hacer pis.

No le había quedado ni un rastro, ni una sombra de pelo.


XV.

Me levanto y me acerco lentamente al teclado.

Mi excitación crece, desde la base del cerebelo a los dedos.

Golpeo, cada vez más, cada vez más, más rápido, furiosamente.

Vértigo. Hay un abismo bajo mis manos que pegan, solas, a toda velocidad.

Ya no hago otra cosa que tratar de controlar el rebote de mis dedos.

Las teclas saltan. Como balas se disparan hacia mi cara.

No sé cuánto más voy a poder esquivarlas.


XVI.

En El Laberinto existen límites

Dos

Uno es la muerte

El otro es matemático


XVII.

Una especie de tobogán. Menos mal, las caídas en el vacío dan pánico.

Se deslizaba rápido.

Aterrizó violentamente sobre una plataforma que, a su contacto, comenzó a subir a toda velocidad, causándole un vacío en el estómago.

El vértigo lo hizo vomitar.

No sabe cuántas veces se repitieron las subidas y bajadas. En un momento se detuvieron y pudo seguir.


XVIII.

Durmió profundo y relajado, como hacía mucho que no podía hacerlo.

Soñó, y supo que estaba soñando.

Un húmedo recorrido desde la ingle hasta el sexo comenzó a crecer.

Un dolor al revés.

Era un juego, del que él solo participaba sintiendo placer.

Era un muñeco que devolvía goce y gemidos.

Se frotaba entre sus piernas. Lo apretaba, lo lamía, se detenía; para recomenzar.

Lo recorría, cada milímetro. La cabeza se le llenó de colores, de temperaturas, de tormentas.

Subía desde la entrepierna hasta la ingle un río de lava, que llegaba a la lengua.

El orgasmo fue violento. Eterno.

Quedó relajado. Satisfecho.

Supo que no estaba dormido, que había sido completa y totalmente real.

Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados. Negándose a abrirlos.

Le aterraba ver qué cosa estaba entre sus piernas.


XIX.

El Laberinto es silencioso. Pero no tan silencioso.

Un murmullo.

Un ruido sordo, rítmico, la marcha de muchos pies.

El sudor le corrió por la espalda.

Un redoblar golpeó directamente en sus tripas.

Ahí estaban. Doblando desde la izquierda. Una masa compacta de guerreros ocupando todo el ancho del corredor.

Con paso lento y regular, casi idénticos unos a otros en su aspecto simiesco y furioso.

Sin rasgos, las caras medio cubiertas por bronces oscuros.

Marchaban. Ordenados, regulares, macizos, sincronizados, los cuerpos inmóviles.

Los enormes pectorales protegidos por algo parecido al cuero, cruzados con cintos y cuchillos.

Unos llevaban una gigantesca maza, el as de bastos de la baraja española, otros una especie de fusil de punta afilada.

La legión llenaba la galería de lado a lado. Detrás el abismo del ascensor.

Avanzaban indiferentes a todo.

Sacó el cuchillo y se paró, dispuesto a morir aplastado, perforado.

El sudor no lo dejaba ver. Un latido en la garganta.

Se acercaban. Eran multitud.

Avanzaban con precisión de máquina.

Faltaban cinco pasos. Tres. Su decisión de pelear desapareció. Cerró los ojos.

No sintió nada.

Se abrieron para rodearlo. Como si no ocuparan todo el ancho del corredor. No lo tocaron. Avanzaron. Eran miles, millones.

Cuando los últimos pasaron pudo ver como se arrojaban, sin vacilar, por el hueco del ascensor.

Se dejó caer en el suelo. Jadeando.


XX.

No se sabe, ni se puede saber si El Laberinto siente

No hay forma de averiguar si tiene conciencia de las criaturas que sobreviven en su interior


XXI.

Otra vez las luces. Otra vez.

No sabe cómo aparecieron, pero debe evitarlas.

Duelen al tocarlas.

Ahora se mueven más despacio.

Es posible avanzar entre los círculos que se reflejan en el suelo.

Con prudencia, sin rozarlos. No gritar, hablar, ni gemir. La voz humana las enloquece.

Camina, como entre desconocidos. Sabe que si lo tocan muere.


XXII.

Allí estaba. Lleno de cajoncitos labrados, con una pequeña manija de bronce cada uno.

Alrededor no había nada.

No podía ser.

Cuando se acercó se encendió una fuerte luz cenital.

Sonó un tic-tac.

No podía ser.

No podía ser una salida.

No hay nada fortuito ni que pueda evitarse.

El tic-tac se aceleró. Tenía poco tiempo.

Abrió cajoncitos desesperadamente.

Estaban vacíos, o tenían pequeños objetos. Algunos absurdos, otros incomprensibles.

No sabía qué buscaba, ni cómo iba reconocerlo cuando lo encontrara.

Podía necesitar más de uno, o ninguno.

Estaba seguro que no encontrarlo sería terrible.

Mientras hurgaba pudo ver una puerta que no había percibido antes.

Imaginó una llave. Temió haberla dejado pasar.

El tic-tac: el plazo se acortaba.

Un cajón no se abrió, forcejeó.

Corrió a la puerta.

La empujó con el hombro y la abrió. Salió. Cerró de un portazo.

Se escuchó un estrépito de destrucción.

Suspiró aliviado: a veces los lugares de El Laberinto tienen lógica, a veces no.


XXIII.

Al frente un jardín. Parecía diseñado para él: ni salvaje, ni muy cuidado.

Plantas silvestres, rosales, caléndulas, hortensias. Todo en flor.

Insectos, sonido de pájaros, un cielo completamente azul.

Colibríes, dos, tres.

No avanzó, pero no pudo evitar la sonrisa que le aleteaba en la boca.

Se quedó en la entrada un largo rato, mirando, disfrutando.

Se quedó ahí hasta que entró esa cosa y empezó por comerse a los picaflores...


XXIV.

El Laberinto está vivo

Tiene una vida diferente a la que ningún ser vivo puede imaginar

Pero respira


XXV.

No podía creerlo: un río con una pequeña cascada.

Agua. Azul, rosa, verde.

En un rincón retozaban unas criaturas pequeñas y peludas.

No había peligro. O sí.

Tomó de su bolsa un pedazo de carne y lo puso bajo el agua: no se deshizo.

Era agua.

Definitivamente todo era inocuo. Se metió.

Estar fresco, estar limpio.

Repentinamente entró en pánico.

No era la primera vez. Los ataques se anunciaban...

pero no esta vez. Fue de golpe. En su cabeza se cambió una orden por otra: enloquecer.

Era polvo. Polvo solo y consciente.

Perdido entre arena, plantas e insectos.

Veía un tumor cerebral que crecía, una ventana opaca, un animal indescriptible.

Buscó un tren, una puerta.

Buscó los genes suicidas que lo movían.

No los encontró. Estaban ahí. Una cascada del tiempo. Un sol que se está apagando.

Lo insoportable, como siempre, era el dolor.


XXVI.

Comenzó a deslizarse. Las manos se le estaban por despellejar cuando la soga, por milagro, se llenó de nudos, que no lo dejaban resbalar.

Frenaba su ritmo, pero todo parecía estar tranquilo. Siguió bajando.

La iluminación empezó a atenuarse. Con la luz se fue la noción del tiempo.

Era lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. Lo peor era el silencio.

De tanto en tanto un ligero cambio de temperatura generaba una esperanza, pero nada modificaba la textura.

Sus pies se apoyaron. El piso cedía con el peso de su cuerpo, pero no lo dejaba hundirse.

Se agachó, colocó los dedos sobre la superficie que lo sostenía. Se aterró.

Estaba tibio. Latía.


XXVII.

El Laberinto se autojustifica,

se autoalimenta.

Existe


XXVIII.

De nuevo esa tibieza, ese placer indefinible, lo cubrió lentamente.

Por un segundo no pudo respirar. Pasó pronto.

Se aflojó, se dejó invadir por las caricias. No había manos sobre su cuerpo, sí dentro de su cabeza.

La ternura era infinita.

Su cuerpo se ablandó. Se entregó.

No sufrir, no temer, no dudar.

Los recuerdos. Solo volvían aquí. Solo aquí.

Hubo una vida anterior a El Laberinto.

La emoción es un lujo de los libres.

Es un animal que camina por adentro, que se detiene en cada orificio donde pasa el exterior, donde duele.

La primera lágrima, al recorrer su cara lo hizo pensar.

Abrió la puerta y salió, rápido.


XXIX.


Era una habitación inmensa y blanca, totalmente vacía.

La luz, como siempre, venía de algún lugar indefinible.

Las paredes desnudas resaltaban algo escrito en el lado opuesto. El tamaño del recinto era tal que tuve que caminar para alcanzar a leer lo que decía.

Era solo una frase. Una sola.

Un nudo me nació en las tripas y terminó mordiendo mi garganta.

Odié al que escribió eso, al que pudo hacerlo.

Supe, definitivamente, que nunca iba a ser capaz de decir algo así.


XXX.

Hay una sola salida a El Laberinto:

Aceptar vivir en él.


XXXI.

Ahora una selva. Detrás de unas matas se oían ruidos. Algo pasó disparado rozando su cabeza.

Corrió, lo perseguían de cerca.

Buscó una salida. No encontró.

Giró, y el pasillo terminó abruptamente, solo se abría una puerta en un costado. Detrás estaba oscuro.

No había tiempo. Entró.

Casi no se veía. A unos metros de la entrada, en el piso, ardía una vela.

Salvado.

Fue rápido, se sentó frente a ella, con las piernas cruzadas, dejando que su vista y su mente se fijaran en la llama.

Entró la horda, gritando, aullando.

Trataron de alcanzarlo desde todos lados: no lo consiguieron.

"La llama es un mundo para el solitario" ()


XXXII.

Su corazón era un trueno entre las costillas.

Llegó a un borde. Enfrente nada.

Miró hacia abajo: no se veía el fondo.

La pared era lisa y vertical.

Sin salida.

Trató de recordar si alguna vez estuvo fuera de El Laberinto.

No saltó.


XXXIII.

Los habitantes de El Laberinto solo llegan.

A veces no mueren


XXXIV.

La vi. Completamente diferente.

Pero era la entrada a El Refugio.

Paso a paso avancé. Recordando. Nada era igual.

Pero el pozo estaba, lo salté.

Me agaché en el momento preciso. Esquivé el fuego.

Evité, una a una, todas las amenazas.

Despacio. Despacio. Todo está. Nada es igual.

La clave seguía activa, porque la puerta se abrió.

El Refugio.

Miré, masticando cada objeto con los ojos.

Un pedazo de tela, Un muñeco sin un brazo.

Un mango de cuchillo. Un hueso amarronado.

Y la foto. La prueba de que existe algo afuera.

No ablandarse. Había trabajo para hacer.

Revisé: las alarmas, las trampas, el depósito.

Todo intacto.

Comida. Para mucho tiempo.

Abrigo. Confianza. Hasta libros.

Dormí. Me desperté. Comí.

Volví a dormir, a comer, a despertarme.

Y así, hasta olvidar el hambre, el sueño, el cansancio.

Cerca de la puerta estaban el morral, el cuchillo, el sombrero.

Salí.

Caminé sin contar los pasos.

El Laberinto sabía. Yo también.

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