martes, 23 de octubre de 2018

Hebe Uhart


Yendo de la cama a casa
Hebe Uhart siguió escribiendo hasta pocos días antes de su muerte, sucedida la semana pasada. Este texto que se publica aquí fue escrito en un cuaderno durante una internación el pasado mes de agosto. Luego ella lo pasó a máquina y les pidió a sus alumnos del taller literario que lo escaneen. A partir de ahí se compartió entre los talleristas, los amigos, los cercanos. En este texto, Uhart, fiel a su estilo cotidiano, sutil y humorístico, traza un retrato de la vida hospitalaria que transcurre entre una dosis de realismo mechada por no pocas pinceladas de absurdo.
Por Hebe Uhart

(Imagen: Nora Lezano)

Estoy internada en una sala de terapia intensiva, estoy en un sanatorio chico. Las camas están contra la pared llenas de aparatos que suenan todo el día, hay dos que dialogan, “dum, dum” y el otro contesta “Piff”. Por el pasillo central que pasa frente a mi cama, como si fuera una calle, pasa cualquier cantidad de gente: residentes colombianos, varones y chicas, kinesiólogos, radiólogos, repositores de mercadería de hospital, psicólogos, gente de la limpieza, otros que no recuerdo. En la cocina los enfermeros pican algo con energía y yo me hago la ilusión de que pican remolacha y cebolla, vana ilusión, el ruido es a vidrio molido. Muchas veces no ponen biombo cuando un paciente está con la chata o cambiándose los pañales y una vez me pasó que estaba cambiándome el pañal sin biombo, y justo enfrente tenía a un residente colombiano utilizando la computadora, mientras una multitud pasaba por esa calle. Ese pasillo se parecía a un cuadro del Bosco donde aparece el loco de la carretilla, otro tiene un chancho atado, más allá bailan. Yo pensaba, este lugar parece en antón pirulero o “con el culo al aire y sin careta”.

La sala es mixta de modo que hay pacientes varones y mujeres en las camas, y a una la puede bañar un enfermero varón, por ejemplo José, que me bañaba de noche con mucha suavidad, mejor que la enfermera María, me parece que ella me tenía bronca. Una vez empujé una almohada porque hacía ejercicios para fortalecer los pies en la cama y me dijo, de mal modo:



–Tiraste la almohada

Y yo, como los chicos dije:

–¿Y ahora, qué hice? Se me cayó.

A ella no le gustaba que yo estirase las piernas dentro de la cama, como si fuese un hecho antiestético y malo. Creo que tenía un pensamiento platónico: lo que es feo de ver, es a la vez malo. 

Yo pensaba que dentro de mi cama podía hacer lo que quisiera, pero se ve que no. Mi cama era mi patria, mi identidad, yo le llamaba frontera al espacio cercano donde estaba la mesita.

Un día la enfermera María se dulcificó y me preguntó si yo iba a bailar cuando era joven. Le dije que sí, pero pasó tanto tiempo... Me preguntó:

–¿Qué música te gusta? ¿Te gusta Vicentico?

–Sí, cómo no, y también Calamaro.

Ella conocía a Calamaro y le gustaba. Yo, que no sé nada de rock nacional me sentí orgullosa de haber coincidido con María, así le dejaba una mejor imagen mía.

Se escuchan gritos de uno que se llama Juan, le rocían la espalda con un aparatito. Hace un escándalo bien grande, a mí me parece que no vale la pena gritar tanto por esa pavada, pero a lo mejor le duele. Grita: “¡Noo, eso no se le hace a una persona, son muy mala gente, los voy a denunciar, ya van a ver, van a ver lo que les va a pasar!”

La enfermera le dice:

–Calmate, Juan. 

Cuando terminan de rociarle la espalda, Juan cambia el tono de voz completamente, le habla en tono amistoso.

A unos pasos de mi cama (no sé cómo llegué a verlos porque todavía no caminaba con autonomía) hay unos seres que están como echados, no emiten ningún sonido, salvo una señora que se queja muy suavemente y después lanza una carcajada. Cuando llegué yo escuchaba que la enfermera decía, “Maxu, mi amor, arriba, ¿qué dice Evangelina, está contenta?”. Y yo pensaba: “Entraron nenes”, y no, eran las enfermeras que trataban así, como si fueran nenes, a esos seres que estaban durmiendo.

Vino a visitarme una alumna con la que tengo confianza desde hace muchos años y le dije que me daba vergüenza que me vieran con el culo al aire y sin careta. Coca me dijo, sentenciosamente:

–Hebe, todos tenemos culo.

Es una verdad socrática, que corresponde al momento en que Sócrates buscaba consenso absoluto antes de seguir avanzando.

Efectivamente, Sócrates, todos tenemos culo.

Andrea, la enfermera, le dice a un paciente mudo que tiene la cara color caoba, parece una cara de madera, “Ahora nos vamos a sacar toda esa barba, sos mi náufrago”. No hay respuesta y le vuelve a hablar: “Cumplí nueve años de madre de hijo”. Silencio en la noche.

La psicóloga Marcelina viene todos los días a charlar conmigo una media hora. Es de facciones suaves y es hermosa, con una belleza que no se capta de entrada porque predomina en ella como un abandono de sí, ningún control en sus ojos azul claro, ninguna mirada pinchuda. Su marido la debe amar en silencio. Los médicos residentes son en su mayoría colombianos y por el pasillo que está frente a mi cama pasa constantemente el médico José, es un hombre de escaso tamaño pero grande es la extensión de su marcha. Recorre todo el piso con su paso de viejito (andará por los treinta y pocos). Nada lo asombra. Lo he visto computar largo y tendido frente a mi cama mientras yo hacia gimnasia con pantalones colorados. Es como si recorriera el piso con pasión científica llevando carpetas de historias clínicas de aquí para allá. Se peina raro, un chufa triangular sale de su cabeza maya. Seguro que es de la etnia maya. No hace amistad con nadie. Está casado con una médica colombiana muy seria y chiquita como él. No lo imaginaba casado, una persona casada se vuelve más flexible, cambia el tranco, varía. Él no parece tener más ilusión que ser herramienta de la ciencia, retiene con fuerza contra su pecho su preciosa carga de carpetas, a la altura del corazón. Se acerca a los otros médicos colombianos que apenas las miran y las dejan en un sofá o por ahí, como diciendo “Lista esta mierda”. Ellos no aprecian la devoción de José, le recriminan cosas, y después se van a hacer chistes con Ervin, un enfermero que se pasa la tarde divirtiéndose. Una vez estábamos Ervin, Marcela, su compañera de turno que siempre lo anda buscando porque él se va a hacer chistes a otra sala. Estabamos Ervin, Marcela con sus botitas diminutas de gnomo, el kinesiólogo, JuHo y yo. Y se armó un debate con relación al lenguaje que se usa ahora, “Elles” “Nosotres”. Julio me preguntó:

–¿Qué te parece el uso de “Elles”?

Como para muchas otras cosas, ni tengo respuesta, mas bien no me suena a nada pero para no parecer retrógrada o poco informada, digo:

–Es muy nuevo

Ervin dice:

–Habiendo tantas cosas importantes para ocuparse mirá que pensar en esa pavada.

Pero Marcela, con sus botas de gnomo dijo:

–Y acá somos cuatro en este conjunto, dos y dos, y no podríamos decir “Nosotras” porque vale “nosotros”, lo hicieron valer los hombres.

Al kinesiólogo Aldo le gustan otros oficios que no son el suyo, siempre está presente cuando los médicos hacen la ronda de pacientes, es aprendiz de cosas nuevas.
Los principios y los pañales

Las enfermeras muy principistas son personas drásticas que ajustan mucho los pañales y no me permiten caminar si no está el kinesiólogo. Yo puedo caminar un poquito nomás, con un cable de oxígeno. Siempre dentro de la sala, voy visitando a cada uno de los internados. A uno que esta mas allá del bien y del mal, la enfermera le dice:

–Juan ¡tosé en forma más elegante!

A otro le dijeron:

–Vos tenés las venas muy marquetineras, pura pinta y no se dejan pinchar.

Cerca de mí hay una mujer que tiene la cabeza ladeada, su cabeza es como autonómica. Le están haciendo un electro, dice “iAy, me duele!” y la enfermera le dice: “Doblá la cabeza, basta, ya está, tenés mugre desde que te bañaron las monjas en el hogar”.

–Enfermera, me voy a caer.

–En la limpieza vas a caer. Abrí la boca, no seas tan renegada.

Esa enferma tiene su cabeza hacia la derecha y se la quieren enderezar pero me parece que a ella le da lo mismo el mundo visto de costado que de frente. No hay coherencia en las observaciones de las enfermeras, pueden decir “Te tengo que Iimpiar la lengua que está toda verde” o “Abrí la boca, no seas tan mentirosa”, y a continuación le dice “Estás preciosa” .

Estoy leyendo mientras veo y escucho todo esto Biografías de hombres ilustres. Carlomagno, Goethe. Está escrito por Thomas de Quincey. Aunque en teoría pienso que la vida de Goethe fue interesante, siempre me aburrió leer su vida. Thomas de Quincey dice en su biografía: “No existe una forma mas triste de deslealtad que la que cuestiona los atributos morales del gran ser en cuyas manos se encuentra el destino moral de todos nosotros”. 
Hagan algo

Hay personas que cuando ven inconvenientes o inacción a su alrededor dicen: “Hagan algo”. Antes yo repudiaba ese pensamiento pero cuando estuve confinada en mi cama todo el dia, lo entendí. Uno en una cama de hospital se convierte en un tirano incomprendido, que quiere que le alcancen los anteojos que se le cayeron, que alguien retire los restos del desayuno, que alguien me alcance la crema (para hacer algo), que me Ileven de la mano a alguna parte, que me tapen el pie que se me destapó y me queda lejos, que venga alguien a conversar sobre política nacional e internacional, o sobre cualquier cosa. Yo debo ser una tirana pero me conviene ser una tirana astuta, o sea que si está cerca la enfermera debo pedirle dos o tres cosas juntas pero no al mismo tiempo, con calma y mesura. Si de entrada digo quiero esto, esto y lo otro le parece mucho pedir. Aparte me volví un poquito nazi, porque las enfermeras curan primero a esas personas que son como plantas, no responden o apenas lo hacen, y yo estoy bien, cuando tardaba la enfermera en venir y estaba atendiéndolos a ellos, yo sentia que tenía mas derechos que ellos. No me dejaban parar sin permiso, temen una caida. La cama estaba bloqueada por dos puertas, para desbloquearla necesitaba que venga la enfermera. Una tarde pasó el doctor Angel, colombiano, tiene grandes ojos oscuros y pícaros, tiene una voz que avanza a borbotones que parece brotar de un lugar mas profundo que la garganta, viene a ser como una voz de la selva, muy agradable. Hablamos de política nacional e internacional.

Mucho tiempo uno pasa allí esperando. Que venga la comida, que venga la visita, que pase la hora, uno mira por décima vez la hora en el celular. Todo gira alrededor de un mundo limitado, repetido, de corto alcance. Me hace acordar ese mundo al de la sibila Cumana y el brujo Titonio, parece que pidieron a los dioses larga vida pero se olvidaron de pedir eterna juventud. Entonces cada uno da vueltas cortas alrededor de si mismos, haciendo siempre las mismas pavadas.

Yo estaba esperando ansiosamente a la neumonóloga. No la conocía, hablaban de ella como si pudiese aparecer a cualquier hora del día o de la noche. Me prepararon para su visita sin comer en todo el dia, y a las siete de la tarde cayó como una tromba. Tenía la potencia de una locomotora y los movimientos de una maga, en dos segundos embutió su pelo de ondas gruesas como Iianas en una gorra vieja. Empezó a explicar de aquí para allá, se puso a escribir en un pizarrón cercano y en dos segundos tenía a tres discípulos rodeándola, les explicaba algo a toda velocidad, a los tres al mismo tiempo. Todo eso tenía algo de puesta teatral. Me dio a tomar dos remedios de un sabor inconcebible y por la nariz me puso una sonda que lIegaba hasta los pulmones. Yo tenía la garganta dormida y no sentí nada. Ella me dijo que yo era muy valiente, yo más bien quería saber si todo estaba en orden en mis pulmones. No le pregunté nada sobre los pulmones, después de todo, ser valiente era una cosa buena.
Cambio de sala

Todo el tiempo que estuve en terapia intensiva me lo pasaba pensando en el baño, dónde estaría. Pensaba en el baño como si se tratara de Londres o París y ahora que me cambiaron a terapia intermedia, cerca de mí hay un cartel que dice “Salida” y ahí está el baño, una gran felicidad. Sentí que me ascendieron de categoría y además empecé a caminar por un pasillo exterior, con varios metros de cable. Podía hablar con las personas que andaban por el pasillo, lIegaba hasta la cocina y le preguntaba a la cocinera qué había para comer ese día. 

Esta sala de terapia intermedia por una parte era mejor que la otra, y por otra, peor. Era mejor porque en esta había gente que gritaba de dolor, que por lo menos emitía sonidos. Se ve que también lo mudaron a Juan a esa sala porque gritaba “Los voy a denunciar”. Cerca de mí lIegó una paciente que gritaba como un bicho alarmado, le ponían la sonda y la enfermera le preguntó:

–¿Hace cuánto que no comés nada?

–Dos meses.

Dijo con voz de loca. La enfermera le dijo:

–Si te sacás la sonda tengo cincuenta sondas más, vos sos jodida pero yo te gano, soy jodida y media. Mejor que te tranquilices porque se te pudre el rancho.

Esta sala es peor que la otra o me gusta menos, parece un hospital del siglo XIX, con largas cortinas blancas que cierran la mayoría de las camas. Me imagino que van a aparecer enfermeras de pollera larga hasta el suelo y cofia con volados. La sala de antes parecía un despelote por ese pasillo por el que pasaba todo el mundo, pero era un despelote del siglo XXI. A esta sala viene siempre el jefe de enfermeros, un playboy muy morocho que tiene dos hermosos pullóveres, uno rojo y uno azul. 

Cuando él está presente y yo creo que ella no lo ve, la loca Justa no hace ruidos feos, está como moderada. Cuando se va el jefe de enfermeros, ella hace ruidos de alcantarilla.

Estoy leyendo unos cuentos de Bryce Echenique, fin del 2014, de ahora, que es ya mayor. Varios Iibros de Bryce me han gustado por su uso del lenguaje, se lo siente muy libre y a veces logra expresiones felices, pero este último libro no me gustó;es como si hubiera usado unas mañas de zorro para alargar los textos, me sonó un poco forzado. Prefiero mirar a mi alrededor.
Mis vecinos de cama

Casi en el centro de Ia sala, no se por que no tiene cortinas, esta el dueño de un micro escolar, dice que el hijo le vendió el micro por 20.000 pesos y que él lo va a denunciar a Ia policía. A cada rato dice que va a ir a Ia comisaría. Se lo dice a Alfredo, que está en una cama cercana. Alfredo es menudito, prudente, si hubiera nacido en Ia selva peruana lo lIamarían “Ratón asustao”. Jamas lo escuché emitir un juicio de valor y eso que los kinesiólogos lo dejaban esperando horas antes de acompañarlo a caminar. ÉI busca palabras desconocidas en el diccionario y se entretiene. ¿Por qué no lIamará al kinesiólogo para que se fije en su persona? ¿Por que no dice nada cuando Aldo se le escapa? Dice que va a buscar un andador y tarda como si hubiera ido al lejano Oriente. ¿Creerá en Ia palabra eficaz, como en el pensamiento magico religioso? Pensará: “Si pienso mal de Aldo no me va a venir a buscar, debo mandar buenas ondas.” EI colectivero Osvaldo le cuenta a ratón asustao lo del colectivo, habla con un vozarrón de matón pero se le entiende poco, tuvo un ACV. Entonces don Alfredo chiquito y tímido le dijo:

–Y además por el valor afectivo del colectivo.

Osvaldo lo miró con cara neutra.

A Ia madrugada, como a las cuatro, nos hacían a todos un electro y Osvaldo que estaba delirando con el colectivo y Ia estafa del hijo, de repente empezó a gritar:

–iEnfermeras hijas de puta! ¿Están locas que a las cuatro me hacen un electro? ¡Chiche, Coco, vengan que me tengo que presentar en Ia comisaria, voy a poner una denuncia!

Enfermera: 

–Chiche no viene. ¿No ves que no viene?

EI día anterior yo le había dicho a Ia enfermera que me pusiera un biombo, que ese hombre me estaba mirando y yo en pañales. Ella me dijo:

–¿Cómo te vas a preocupar por un hombre que no sabe ni quién es ni por qué esta aquí?

Otra vez pasó un residente colombiano y le dijo a Osvaldo:

–Usted vocalice bien. ¿No ve que no se le entiende lo que dice?

Y una enfermera que lo escuchó dijo del médico:

–Y sí, hay que decirle tambien a él que vocalice bien.

Despues lIegó a Ia sala una señora de 96 años que se lIamaba Ogarina Pia Romana y su cama estaba ubicada justo enfrente de Ia mía. Su cabeza funcionaba muy bien y decía:

–Estoy obsesionada con Ia ropa. ¿Cómo es que mi hijo no me trajo? En mi casa tengo colchón de plumas.

Contaba que era profesora de dibujo y que dibujó hasta el año anterior; pintó el cuadro de San Martín pensativo antes de Ia batalla de Maipú. De su cabeza surgía todo el movimiento de los ejércitos. Despues Ia señora Ogarina se fue y en Ia misma cama pusieron una señora de 102 años que decía: “Estoy sorda de esta oreja y de Ia otra también”. También cantaba canciones de Alberto Castillo, esa “Siga el baile, siga el baile al compás del tamboril”. Ella discurría en la cama, hacía una especie de balance de su vida. Una vez le dijo a la enfermera:

–Curame con palabras.
La enfermera Sara

Una mañana, Sara llamó a su controlador por teléfono y le dijo:

–Señor Marini, hoy no tengo ayudante, avisó que no va a venir.

Despues se volvió hacia todos nosotros y nos dijo:

–Que nadie camine, nadie ambulante molestando.

Claro, éramos como diez pacientes para ella sola y con algunos tenía que hacer muchas cosas, darles de comer en la boca, que la sonda, que la higiene. Nos miró de nuevo y añadió:

–Y hoy no se baña nadie.

Cuando se acercó a mi cama con una pastilla, yo, creyendo que era una señora muy obediente y de comportamiento ejemplar, le dije:

–Yo ya me bañe a la madrugada

Ella me dijo:

–¿Y a mi que me importa?

Y puso unas trabas a mi cama para que no se me ocurriera caminar o alguna otra idea absurda. Eso fue cuando estaba la señora de 102 años justo enfrente de mi cama. Sara, que ya se habia dulcificado un poco se puso a hablar con la señora. Le dijo:

–¿Vos viniste de Roma?

–¿Quien sos vos?

–Soy la enfermera que te cuida quedate tranquila, descansa.

–Dame el beso de Ias buenas noches
La vuelta a casa

A mi me internó un escritor amigo, Eduardo, una tarde en que me visitó y le dije que tenía pocas fuerzas. Me dijo “¿Te parece que lIamemos a la guardia?”. Yo pensé que íbamos y volvíamos enseguida. Ahí me internaron y Eduardo también me desinternó, me acompañó hasta mi casa de vuelta. Nunca le pude tomar el punto al doctor Arenas, que autorizó mi salida. El presidía la visita a los pacientes que hacía junto a los residentes colombianos, ellos le planteaban cada caso y él escuchaba, pero parecía no importarle nada, cuando ellos hablaban él tocaba la consistencia del sofá como si hubiera preferido estar en otra parte, o ejercer otro oficio, Yo pensaba que iba a estar toda la vida en una cama y me daba un poco de ansiedad volver a casa, vaya a saberse cómo era esa etapa nueva. Llegamos a la ambulancia, me senté frente a Eduardo y el hecho de ir sentada en una silla y no en camilla me parecía un ascenso. No estaba tan contenta por Ia vuelta ese primer día porque a mí lo nuevo siempre me asustó. La ambulancia se tomó su tiempo para lIegar porque habia mucho tráfico, pero si hubiera tardado mas yo igual hubiera estado conforme. De repente vi una pared de piedra amarillenta y dije “Yo a esta pared la conozco”. Era de la casa de enfrente.

Cuando entré a mi casa, me estaban esperando mis queridos alumnos y habían hecho modificaciones. A mí siempre me ha gustado ver cosas distribuidas de manera distinta, veo la marca de otra mano, como cuando una señora que limpiaba le puso un sombrerito a la tetera y le colgó una flor. En mi casa pusieron un sofá cama para la persona que me acompañe, me esperaba también el oxígeno y alguien me había ordenado en el placard las sábanas y las toallas. Yo las tiro así nomás y como caen quedan, lanzándolas como desde dos metros. Acá había dos pilas perfectamente discernibles de sábanas y toallas. Y les serví a todos un poquito de vino reservado.

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