Adelanto primer capítulo de Cuesta Abajo.
Aquel que encuentre
la mentira que necesita
la multitud,
será el rey del mundo.
Roberto Arlt, Los Siete Locos.
El secuestro
El escenario donde transcurre esta historia es el barrio porteño de La Boca.
Este hecho ocurrió un caluroso viernes de enero cerca del amanecer. No corría una gota de viento y el riachuelo estaba cubierto de una delgada nube densa y pestilente.
La historia tiene una imagen primera: el cuerpo de una joven flotando al costado de una barcaza, hinchado y mutilado, acorralado de botellas de plástico y basura dando vueltas en las aguas turbias y pesadas del riachuelo. Este hecho fue un comienzo, también, porque por azar o descuido yo estaba ahí, borracho, mirando la salida del sol, sentado sobre un amarre de la dársena en el borde del río con una cerveza en una mano y en la otra un telegrama de despido; pero de esto hablaremos cuando sea necesario, más adelante, en algún otro momento, no cuando yo quiera, sino cuando esta historia así lo pida.
Considero que determinados hechos, por el momento, no pueden decirse sin la descripción poco simétrica, pero seguramente honesta, de cómo las cosas sucedieron, contra todo pronóstico, confusas, traicioneras e invisibles. Ahora, recién ahora, me doy cuenta de que nada es lo que parece. Al menos, si los crímenes quedasen sin castigo, no voy a desaparecer sin antes advertir su morfología infame, sin haber dejado constancia de su artilugio, su crueldad y su patetismo.
Me encuentro en un pequeño departamento, humilde y agradable; no me falta nada. Mi nombre es Agustín, si sirve de algo mencionarlo. Tengo casi setenta años y una acumulación de derroteros de los cuales me hago cargo solo de una cuarta parte. Toda historia comienza con un hecho, aunque para mí este hecho no sea nada más que un resultado, una consecuencia difusa de los impunes movimientos de un monstruo que tiene la forma especular de la hipocresía y la traición.
En este punto urbano con el lejano y melancólico recuerdo de un pasado pintoresco, conviven ahora muchas clases sociales; pero el abanico más amplio pertenece a una vasta lista de personajes, historias y secretos que el tiempo ha depositado, lentamente, entre las paredes de chapa de los conventillos. Ya no es el espíritu del inmigrante el que respira el barrio, sino el silencio secundario de un tugurio, la resaca clandestina de un destierro o el abrumado encuentro entre la pobreza y la soledad famélica de alguna necesidad primaria.
En algún momento, La Boca vivió a sus anchas degustando los placeres de ser una parte importante de la gran Capital Federal: un centro comercial, veredas sanas, cines, un barrio con espíritu de capital. Ahora, todo estaba erosionado. Ya no eran las aguas cenagosas del río, sino la proximidad con el Polo Petroquímico ubicado en la otra ribera, del lado de la provincia de Buenos Aires, a un kilómetro y medio de distancia, más o menos. Ahora, provincia y capital estaban separadas por un delicado cordón tumefacto llamado Riachuelo.
Cuando los vientos soplan del sudeste, arrastran los gases que las destilerías emanan desde sus enormes chimeneas. Los tóxicos llegan en forma invisible, constantes, sembrando día a día la zona de un peligro latente. Aparecen cánceres, afecciones respiratorias y problemas epidérmicos de todo tipo. Parte de los desechos van por aire y otra parte termina en las aguas del Río de la Plata a través de las tuberías. Cuando alguna destilería reviente y gran parte de Capital Federal se vea afectada, los habitantes de La Boca serán los primeros perjudicados, porque es por este barrio por donde primero pasará, de manera fulminante, la muerte convertida en un cóctel de químicos descontrolados.
Por Caminito (lugar de tránsito turístico del gringaje, que llega desde la mañana en pequeños y grandes ómnibus con el tiempo de consumo contado, dejándose estafar contentos por artificios de algún malandrín chamuyero y rápido de manos) Catalina, hasta hace unos meses, trabajaba soltando algún que otro paso milonguero. Lo hacía realmente bien, tenía un par de bares arreglados con un amigo que le secundaba esa milonga ajustada a un repertorio de temas más o menos conocidos.
Pero yo tuve la desgracia de conocerla flotando sin vida en el Riachuelo, toda deformada y ausente de sus curvas. Yacía su cuerpo impertérrito y más silenciosas e inmutables aún eran las huellas de su muerte. Nadie hablaba del asunto, por cábala tal vez, simple desconfianza. Catalina era una bailarina de milongas y algún que otro tango clásico. Hermosa, joven, desenfadada. Ganaba aplausos, piropos y alguna sobrevaluada moneda extranjera con invitaciones prometedoras al dorso del souvenir que ofrecían multiplicar sus propinas en alguna noche pasajera. Catalina, la hija del Chino Benítez, la morocha más cotizada de la zona, tenía solo diecinueve años.
Antes de seguir hablando de Catalina me interesaría contarles algo acerca del Chino, mezcla adulterada de puntero político, barra brava, traficante de influencias y pequeñas cantidades de droga, esquivo al trabajo, definido defensor de los insultos, las riñas callejeras y el sexo con menores.
Tuve el agrado o el traspié de conocer al Chino como se conoce la vida, casi por descuido. Desde aquel día en que descubrí los restos de Catalina, una duda premonitoria me sacudió al percibir el desinterés en el accionar temeroso con el que la policía sobrellevó el caso. Más allá, a lo lejos, sentado en los escalones de la entrada al puente Nicolás Avellaneda, un hombre miraba la escena. Tenía los pelos revueltos y le colgaba una botella en la mano, que cada tanto se llevaba a la boca. Ese era el Chino Benítez. No sé si fue intuición o simplemente curiosidad lo que me llevo hasta él. Cuando me di cuenta, ya me encontraba a su lado y, entre trago y trago, echó la confesión esquivando lágrimas de que el cuerpo encontrado era el de su hija.
A la semana y media fuimos hasta un bar, bebimos y charlamos largas horas, comenzando así una pequeña amistad que duró días, semanas y meses. Mi memoria se obstina en tener una idea clara del paso del tiempo que sentencia inoportuno al universo. Misteriosamente, lo perdí de vista; meses más tarde, la fatalidad nos volvió a cruzar.
Tenía HIV. Confesaba, con la convicción de un evangelista en ruinas, que no iba a morir de eso, que todo estaba en la cabeza, que era, esto de la enfermedad, una gran mentira pensada para que se muriesen los débiles y raquíticos, para que quedasen los fuertes, la gente que no se cae por cualquier cosa. Que no anda con mariconadas, que acepta la vida así tal cual es, como le vino dada y como se la van a quitar. Esas personas, decía el Chino, son conscientes de su destino, y así, de esta manera, todo es más fácil, se anda con menos culpa y se aprende a contentarse con lo que se consigue.
La carga viral de Benítez en su último chequeo en el hospital era alta, cualquier paciente estaría al borde del patatús El, en cambio, estaba perfecto, bebiéndose sus tres botellas de vino por la noche, tomando cocaína y fumando un par de atados.
Quién diría que la vida se convertiría, de aquí en más, en un calvario, en un remolino ilógico de acontecimientos. Para Benítez también era de tal manera: lo perseguía una deuda, un hijo que había aparecido recientemente, la presión de los dirigentes del club por la muerte de un hincha en un partido, hecho que lo hizo caer en la mira de la policía, y la salud de su madre, delicada y efímera como esa relación que los unía y ahora arrastraba hacia una pendiente solitaria y fría.
En algún momento, Benítez me había contado algo. Nos vimos en un bar. Estaba destruido por la ausencia de su hija. Me hablaba con los ojos puestos en ningún lado:
—Esto pasó a fines de diciembre, uno de esos días calurosos y húmedos en los que el barrio apesta, es un infierno. Estaba borracho, había tomado demasiada cerveza en la cantina con unos amigos. Después, cuando se acabó la cerveza, alguien dijo que tenía una caja de botellas de ron. Fue hasta su casa y volvió, puso la caja sobre la mesa y pidió vasos al cantinero, que cerró las puertas y se acercó a la mesa. Felipe se metió la mano en las medias y tiró sobre la mesa diez gramos de merca, una piedra redonda, un tubo boliviano. La noche empezó así. En días como esos terminas medio trastocado. A eso de las diez de la mañana, fui para casa-.
Los gestos de Benitez se precipitaron tristes. A medida que su relato avanzaba su cara se iba modificando hacia un cóctel de gesticulaciones que podían rozar la melancolía, palabra que seguramente el Chino no conocía. Tomó aire por la nariz y miróhacia un costado con un enfado repentino y seco, como quien se anoticia por una tragedia injusta.
-Yo sabía que Catalina se había ido temprano a lo de una amiga. Entré como pude, tomé agua y me tiré en la cama así como venía; todo me daba vueltas. Las ventanas estaban cerradas, pero detrás de la puerta alguien apareció fumando un cigarro. No decía nada, sólo me miraba. Le pregunté si sabía quién era yo para aparecerse de esa forma. No dijo nada, fumaba y me miraba quieto desde la oscuridad. En un momento dio un paso hacia delante y un rayo de sol que entraba por la persiana rota le pegó en la cara. Nunca vi nada igual. No eran cicatrices, era otra cosa, algo como de él, como si fuese de otra especie-
En cuestión de segundos, pocos, un par tal vez, cambió hasta la postura de su cuerpo sobre esta parte de su confesión. Se puso recto, sus puños se cerraron y los ojos tomaron la forma de la sorpresa, cerrando, apenas, uno más que el otro.
-No jodo, en serio, no sé cómo explicarlo; lo único que recuerdo es que se acercó a la cama, yo le tiré una trompada y él hizo un movimiento y esquivó la piña sin mirarme, sacó un papel de su bolsillo y lo dejó en la mesa de luz, me miró por última vez y me dijo: “Si no venís, son boleta, vos y tu hija”, y se fue-.
De cualquier manera, Benítez tenía sus relaciones. Un viejo amigo que se dedicaba a asuntos inmobiliarios estaba manejando la inteligencia de dos bandas que depositaban cocaína en la isla. Roque Velázquez era su nombre y tendría unos sesenta años. El tiempo no lo había tratado mal, sólo que al caer la noche padecía de cierta languidez rayana en la tristeza que ahogaba en caña y ginebra. Era bastante corpulento, de cuello grueso como un toro, mirada ceñida, labios finos y nerviosos, una frente chiquita y un bigote trabajado y obsesivo.
En algún momento de su vida se había dedicado al boxeo, por eso esa nariz chata y austera. ¿Cuál era su trabajo? Difícil es precisarlo, de alguna forma sabía todos los movimientos de la policía, conocía a los encargados de las empresas que tenían sus galpones, manejaba a la pequeña mafia barrial. En fin, era un verdadero profesional, alguien a quien se podía dejar la muerte en las manos.
Roque había sido el hermano menor de cinco hermanas, el benjamín resignado de una familia humilde. A diferencia de la hipótesis común sobre el destino psicológico de cualquier persona que crece entre ese universo femenino. Fue padre de sí mismo. Su propio padre lo sabía, el miedo siempre había sido la futura homosexualidad de su hijo, el amaneramiento inevitable de sus gestos, la conversión final de sus rasgos en un posible travestismo. Con el correr del tiempo, demostró una masculinidad sinceramente imprevista, que era quizá una necesidad inconsciente de congraciarse con su padre y demostrar su conducta cada día en medio de ese matriarcado eventual. El boxeo a los dieciocho años lo consagró como ícono de virilidad masculina en la zona. Empezó su carrera en un pequeño club de barrio, se batió en cada callejón y esquina donde pudiera, se hizo amigo de los peores, y los mejores lo bancaban con guita. A los veinte, como era de esperarse, entró en la droga. La merca es así. Una línea, de a poco, que parece como si nada, hasta que todo comienza a irse de los carriles y cuando te querés acordar estás hasta las pelotas, sin un peso y vendiendo el alma para no pasar la noche sin ese polvo blanco.
Así empezó su carrera, así fue que se convirtió en guardaespaldas de muchos menos de sí mismo. Así fue compañero de Benítez en mil infiernos. Así decidió jugar una noche a una suerte de ruleta rusa que Benítez quiso improvisar. Tenían unos cuarenta años. La idea: cogerse a una puta con sida y ver quién se lo pescaba. Era la amistad y, en esos pequeños suicidios, la manera de afianzarla.
Es absurdo estar presenciando esta arena, carpa o coliseo sin fraternizar o amigarse, mirando todo sin intervenir, ahí, desde lejos, los días callejeros de orfandad compartida, las veredas que se convierten en piel, la piel descuidada de esa ternura que se convierte en ternura inexplicable y que se calma con el olor a noche. Otra vez, noche querida pero ausente y verdugo. Otra vez, noche descuidada que abre grietas imperceptibles debajo de tus pies, de los míos y de todas las historias, las de Benitez, las de Roque, todas, pero todas, merecen que las cuente a lo largo de este sueño que dejó de ser vida, que no es más que la confesión de alguien que no sabe morir, que creyó estar a salvo de la locura, pero que cayó como un tonto en la promesa ingrávida, promesa final, de no abandonarse a sí mismo.
Después de esta visita, Benítez creo que siguió las indicaciones que había en el papel. La cita que le habían marcado era en la Isla Maciel, ese pedazo de tierra que se encuentra frente a La Boca. La otra ribera, el origen gris y marginal de la provincia, el reducto histórico del malandraje, la madriguera huérfana de meretrices y travestis. En síntesis, un pequeño antro sin fronteras claras a simple vista, pero traicionero en sus bordes como una tela de araña.
Estaba por oscurecer, la hora se acercaba, el lugar era un viejo depósito abandonado pegado al río, solitario. El trato era que Benítez estuviera en el lugar indicado y Roque le cuidara las espaldas desde las ventanas escondidas de una vieja casa de chapa. Los últimos colores del atardecer se hacían cada vez más sombríos y cada vez más presentes las pocas luces de la zona. Benítez esperaba quieto y ansioso mirando cada tanto la escena de ese atardecer negro para los costados. Se escuchó un motor de lancha, el río estaba despejado, sigiloso.
El rumor concibió un rosario de pasmosos augurios para Benítez. Asomaba un lanchón, venía avanzando desde un brazo que comunica una dársena con la cuenca viciada del Riachuelo, con tres hombres sentados en la cubierta. Benítez tuvo la sensación del frío que recorre la espalda como el filo de un cuchillo. Esa sensación que demora el mundo en los segundos, y los segundos se quedan crudos, terribles, tras los ojos gastados como lijas invisibles. Tan invisibles que ni siquiera se dan cuenta de que el tiempo no tiene ojos y, sin embargo, ve las cosas desde sus entrañas.
La lancha atracó y los tres hombres bajaron. Uno se quedó parado al borde del río mientras los otros caminaban despacio hacia Benítez. Uno de ellos traía un arma en la mano; el otro, un bolso de cuero negro con un pañuelo rojo atado.
Benítez intuyó lo peor: algo de ese bolso le resultaba familiar. Cuando los hombres se pararon a un par de metros de distancia y arrojaron el bolso a sus pies, Velásquez, agazapado, tropezó con una silla y tiró un par de latas de pintura que golpearon contra la pared de chapa haciendo un ruido que se escuchó en el silencio de la tarde entrada ya en noche. Uno de los hombres, el de la pistola, casi sin sorpresa, sin esfuerzo, con un movimiento decidido y lento, levantó el arma, apuntó con precisión a las chapas e hizo fuego. La bala perforó la rodilla de Velásquez que cayó seco en el piso sujetándose la pierna e intentando no hacer ni un ruido más. El hombre del arma levantó su rostro, como sintiendo los ruidos imperceptibles en el aire pesado de la dársena. Sin mucho esfuerzo movió la pistola por debajo y apretó el gatillo otra vez, como sí supiera. La bala cruzó como un viento filoso cerca de las caderas del Chino, atravezó una delgada chapa que protegía a Velásquez y le perforó el cráneo. Benítez miró el bolso en el piso y preguntó:
— ¿Dónde carajo está mi hija?
—Bien.
— ¡Pregunté dónde!
—Bien.
— ¿Qué quieren?
El hombre que cargaba el bolso sacó de su bolsillo una foto y un papel, se lo extendió a Benítez, y le dijo:
—Sin preguntas. Aparte de la vida de su hija, elija usted la cantidad de dinero.
Benítez sin entender tomó la foto y el papel, los revisó con detenimiento y habló:
—No soy un asesino a sueldo.
—Nosotros tampoco, pero ahora Catalina depende de usted.
— ¡Hijos de puta!
—En un mes, en este mismo lugar, a esta hora.
Los hombres saludaron con un gesto enfático y caminaron hacia la lancha sin dar vuelta la vista.
No recuerdo con exactitud cuántas veces más encontré al Chino después de haberme relatado lo sucedido esa tarde en la Isla Maciel, pero de algo creo estar seguro: su ausencia y la muerte de su hija hicieron que esta percepción de pavor o miedo se prolongue alentando mi curiosidad hacia un laberinto entreverado.
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